La contemplación
estética puede tomar dos formas, la moderada y la radical. Ambas formas se
caracterizan porque el sujeto se revela como “débil”, en tanto que el objeto
como “idea infundada”, “símbolo”, o “cifra”. La variante moderada se presenta
con más facilidad, pudiendo ser producida por objetos o acontecimientos que no
implican demasiadas intensidades afectivas. En cambio, la forma radical se
asocia con el estado de ánimo de la angustia, en donde a la par que un mundo
estetizado se muestra la misma nada.
El hombre en general no es consciente del
contexto cognoscitivo, e incluso epistemológico en el que estamos inmersos, no
considera aun la “estetización genera de
la existencia”[1],
en donde debe ser ubicada incluso la misma ciencia (esto no implica
minusvalorar a la ciencia, sino, darle el sentido que más la potencie en el
contexto del pensamiento actual, a través de una relación dialógica con la
filosofía).
Vivimos en una especie de sueño, como ya lo
decían desde siempre los sabios orientales y los filósofos de la tradición platónica,
y despertar es comenzar a ver al mundo en forma estética. Este despertar,
aunque sea en breves e intensos momentos, nos revela nuestro propio destino,
nuestra vocación ineludible, nuestro llamado de vida. Por ello, la experiencia
estética se relaciona directamente con una auto-ética, con el establecimiento
de las condiciones necesarias para lograr la auto-formación.
En medio de un mundo sin finalidades últimas,
el camino que nos lleve a la experiencia estética no puede ser más que una invitación,
y no ya una serie de normas incuestionables y absolutas que definan claramente
a la felicidad. Sumidos en la torre de Babel de la diversidad cultural e
individual, la experiencia del mundo como un gran juego y una sueño, es sólo
una opción para dejar de lado tantas luchas absurdas y preocupaciones
insignificantes, o usando la imagen de la tragedia griega, dejar de tanto
cargar en vano el tonel de las Danaides.
(Extracto
de “Parar la marcha. Cosecha de pensamientos”).
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