Cuando buscas, todo falta; cuando no
buscas, todo sobra. La agitación de la vida cotidiana obnubila a la mente, sume
al hombre en la ilusión de que la vida guarda un sentido detrás de tantos
sacrificios y padecimientos, detrás de tantos conflictos y frustraciones.
A veces se pretende que en la cotidianeidad todo se desarrolle a pedir
de boca, sin embargo los obstáculos se acumulan hasta en las empresas más
sencillas. En esas ocasiones es importante contemplar los tiempos, dejarlos
cumplirse, dejar que ellos nos enseñen a través de los dolores o frustraciones
que produzcan.
Unirse a la naturaleza es
dejar de lado todas esas luchas atormentadoras, es liberarse de tantos afanes
que no terminan sino con lo ineludible de la muerte. Esta liberación implica
una experiencia estética, por la cual el mundo entero se hace un espectáculo
maravilloso.
El término naturaleza proviene del latín “natura”, que como lo aclaró Heidegger[1], a
su vez es una traducción del griego “physis”.
Considerando esto podemos decir que la naturaleza constituye o aquello que las
cosas son, o la totalidad de lo existente.
Este enfoque metafísico de la naturaleza tomó luego un sentido estético,
ya en el siglo XVIII, cuando algunos pensadores ingleses empezaron a
preguntarse por los sentimientos que despertaban la contemplación de una obra
de arte o de los paisajes naturales. Así, lo orgánico se manifestaba también en la mente del artista, que
cumplía plenamente los fines supremos de la esencia del mundo, la naturaleza.
Ideas como estas se condensarán en la magistral obra de Kant, la “Crítica al
juicio”, una de las que más influenció en la mente de los idealistas alemanes y
de los pensadores románticos en general.
(Extracto de “La auto-ética. Reflexiones
sobre la vida humana individual).
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