miércoles, 7 de agosto de 2013

LA NO-ENSEÑANZA (CUENTO)



La Luz concentrada de una pequeña lámpara abrazaba a los libros y hojas sueltas del escritorio. Las paredes estaban cubiertas de estantes repletos de libros, así como de polvorientos retratos de algunos filósofos. El computador estaba apagado, ese día no había escrito nada, y apenas había leído, permanecía quieto, sentado en su viejo sillón, experimentando sentimientos lejanos, pensamientos espontáneos.
 La noche dormía en un profundo silencio, y Juan se dejaba llevar por la oscuridad de sus pensamientos: “Ah, la naturaleza, el fuego que arde en mi alma me empuja por sus inmensos secretos, pero acompañado de una profunda melancolía, por no ser quien uno es, porque el buscador se desliza con la naturaleza, destruyendo a su paso las débiles defensas que aseguran lo cotidiano, la vida entre los hombres. Y el precio por la intuición ningún ser humano querría pagarlo, pero la naturaleza no da elección, sus pasos son más rápidos que la razón”. Aquella noche, llena de ángeles y demonios, de visiones certeras, de fuegos hirientes, aquella noche permaneció observando a los perros rabiosos de su perrera interior, ¿pero lo sabía Juan? ¿Sabía que el intento a veces carcome la cordura? La naturaleza no espera, cuando no existen barreras que tranquilicen, ella busca entonces su cura en la misma ponzoña que la envenena, en el mismo puñal que de a poco la mata...

 Ya lentamente iba amaneciendo, Juan yacía arrojado sobre los papeles y libros de su escritorio; desde todas partes llegaban los trinos de las aves, y lejanos ronquidos de algunos buses. Juan se decía a si mismo: “Ah, maldita voluntad que no me permite dormir como cualquier animal, como cualquier perro; qué daría yo por ser un perro y poder dormir sin quejarme de mi condición. Ah, el pensamiento, esto que me condena deberá ser la clave de mi salvación. ¿Estaré repitiendo a un estoico? Y también, no me importa, me importa dormir un poco y ser lo que soy, dejarme de estas tretas del pensamiento, de este teatro inmundo que es tener que aparentar ante los demás”. 
 Juan se alejó de sus pensamientos y de su escritorio, se dirigió hacia la cocina buscando algo que pudiera parecerse a un desayuno. Encontró un pan endurecido, puso a hervir agua en una pava, dentro de la cual luego lanzaría un saquito de té. Aquel desayuno no fue muy sabroso, pero eso a Juan no pareció importarle mucho, se había olvidado un instante de sus tormentos, y con eso bastaba. Pero una función vital sucedía a otra, y así, la angustia volvió a ocupar su trono temporalmente cedido.
 Juan pensaba: “Esto que siento se me antoja muy pesado, ¿qué puedo hacer? Ay! ¿Por qué esto me pasa a mi? ¿Qué mal le hice a alguien? Y sé que frente a esto ni siquiera el suicidio salva, ¿podría salvarme? ¿Salva la filosofía?”
 Se incorporó entonces del lugar donde yacía, y se dirigió al pequeño balcón que aireaba su habitación. Observó a las calles vacías y silenciosas, todavía envueltas en penumbras. Un vendedor de diarios pedaleaba sobre el asfalto.

“Juan, el arte es largo y la vida es breve, deja ya de girar como un trompo. Estas palabras que vienen de Goethe y Marco Aurelio, deben ser vividas por ti si es que quieres ser en verdad un filósofo; fíjate que serlo en nuestro tiempo es una especie de quimera, una empresa quijotesca para muchos; pero al final siempre será así, sólo el filósofo sabrá qué es un filósofo, y alguno quizá ni siquiera pueda expresarlo en palabras. Anímate a ser lo que eres, y eso lo diría a cualquiera, si tú fueras un empresario indeciso te diría anímate a ganar más dinero. Pero solamente cada uno sabe a que ha venido. Mas, generalmente nos molestamos a nosotros mismos para no cumplir plenamente lo que debemos. Pero al fin de cuentas, sólo hacemos lo que necesitamos, y así, sólo puedo serte útil, y sólo podrás vivir aquellas palabras que te cite, si es que en verdad lo necesitas”.  Guardó silencio el profesor Heise, y dirigió su vista hacia la lejanía imprecisa del río Paraguay, que se divisaba desde su estudio, en un viejo edificio céntrico de la ciudad de Asunción. El profesor Heise era un filósofo, dejó la docencia luego de muchos años, para dedicarse sólo a estudiar; conoció a Juan cuando este fue su alumno en la universidad; conversaban en donde sea, Juan apreciaba mucho el constante consejo que el profesor Heise daba a sus alumnos: “la filosofía debe ser vivida, debe marcar cada movimiento del cuerpo, cada pensamiento, cada palabra”. Juan se hizo amigo del profesor, le brindó una devoción inquebrantable durante la época de la universidad, para luego con el tiempo convertirse en uno de sus discípulos.

 Juan dejó aquella tarde el estudio del profesor Heise, caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, pensaba, y mientras lo hacía contemplaba las calles, para él ambas cosas eran lo mismo. Se decía a si mismo: “Es extraño, no he solucionado ningún problema, pero me siento bien, podría decir que hasta feliz, pero dudo de que el ser humano pueda llegar a ser feliz, pero esta felicidad es diferente, es como la de los estoicos y epicúreos, es por la desaparición de muchos deseos, si, deseos que quizá ni siquiera conocía.
 El profesor Heise siempre me repite lo que ya sé, lo que ya me señaló, pero cuando él las pronuncia, las palabras no son simples palabras, en él las palabras viven, o él vive en las palabras. Cuando pienso en ello me viene a la cabeza la imagen de Don Quijote, quizá también el profesor Heise es una especie de chiflado, y yo doblemente chiflado por escucharlo a él. Pero él no me enseña nada, ni siquiera quiere enseñarme, él sólo me da lo que le pido, tal como se le da a alguien un vaso de agua. Todo queda por delante, y a su vez, cuando entiendo aquellas palabras, sé que nada queda, nada importa demasiado. Estar despierto, como el profesor Heise, como un filósofo, eso es ser feliz”.
 El río se escurría hacia la lejanía, una canoa remaba lentamente hacia la costa. Juan miraba hacia el río.

Fin.
(Extracto de “El problema del sueño. Colección de cuentos”).

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