La Luz concentrada de una pequeña lámpara abrazaba a los
libros y hojas sueltas del escritorio. Las paredes estaban cubiertas de
estantes repletos de libros, así como de polvorientos retratos de algunos
filósofos. El computador estaba apagado, ese día no había escrito nada, y
apenas había leído, permanecía quieto, sentado en su viejo sillón,
experimentando sentimientos lejanos, pensamientos espontáneos.
La noche dormía en un profundo silencio, y
Juan se dejaba llevar por la oscuridad de sus pensamientos: “Ah, la naturaleza, el fuego que arde en mi
alma me empuja por sus inmensos secretos, pero acompañado de una profunda melancolía, por no ser quien uno es, porque el buscador se desliza con la naturaleza, destruyendo a su paso las
débiles defensas que aseguran lo
cotidiano, la vida entre los hombres. Y
el precio por la intuición ningún ser
humano querría pagarlo, pero la naturaleza no da elección, sus pasos son más
rápidos que la razón”. Aquella
noche, llena de ángeles y demonios, de visiones certeras, de fuegos hirientes,
aquella noche permaneció observando a los perros rabiosos de su perrera
interior, ¿pero lo sabía Juan? ¿Sabía que el intento a veces carcome la
cordura? La naturaleza no espera, cuando no existen barreras que tranquilicen,
ella busca entonces su cura en la misma ponzoña que la envenena, en el mismo
puñal que de a poco la mata...
Ya lentamente iba amaneciendo, Juan yacía
arrojado sobre los papeles y libros de su escritorio; desde todas partes
llegaban los trinos de las aves, y lejanos ronquidos de algunos buses. Juan se
decía a si mismo: “Ah, maldita voluntad que no me permite dormir como cualquier animal, como cualquier perro; qué daría
yo por ser un perro y poder dormir sin
quejarme de mi condición. Ah, el
pensamiento, esto que me condena
deberá ser la clave de mi salvación. ¿Estaré repitiendo a un estoico? Y
también, no me importa, me importa dormir un poco y ser lo que soy, dejarme de estas tretas del pensamiento, de este teatro inmundo que es tener que aparentar ante los demás”.
Juan se alejó de sus pensamientos y de su
escritorio, se dirigió hacia la cocina buscando algo que pudiera parecerse a un
desayuno. Encontró un pan endurecido, puso a hervir agua en una pava, dentro de
la cual luego lanzaría un saquito de té. Aquel desayuno no fue muy sabroso,
pero eso a Juan no pareció importarle mucho, se había olvidado un instante de
sus tormentos, y con eso bastaba. Pero una función vital sucedía a otra, y así,
la angustia volvió a ocupar su trono temporalmente cedido.
Juan pensaba: “Esto que siento se me antoja
muy pesado, ¿qué puedo hacer? Ay! ¿Por qué esto me pasa a mi? ¿Qué mal le hice
a alguien? Y sé que frente a esto ni siquiera el suicidio salva, ¿podría
salvarme? ¿Salva la filosofía?”
Se incorporó entonces del lugar donde yacía, y
se dirigió al pequeño balcón que aireaba su habitación. Observó a las calles
vacías y silenciosas, todavía envueltas en penumbras. Un vendedor de diarios
pedaleaba sobre el asfalto.
“Juan, el arte es largo y la vida es breve, deja ya de girar como un
trompo. Estas palabras que vienen de Goethe y Marco Aurelio, deben ser vividas
por ti si es que quieres ser en verdad un filósofo; fíjate que serlo en nuestro
tiempo es una especie de quimera, una empresa quijotesca para muchos; pero al
final siempre será así, sólo el filósofo sabrá qué es un filósofo, y alguno
quizá ni siquiera pueda expresarlo en palabras. Anímate a ser lo que eres, y
eso lo diría a cualquiera, si tú fueras un empresario indeciso te diría anímate
a ganar más dinero. Pero solamente cada uno sabe a que ha venido. Mas,
generalmente nos molestamos a nosotros mismos para no cumplir plenamente lo que
debemos. Pero al fin de cuentas, sólo hacemos lo que necesitamos, y así, sólo
puedo serte útil, y sólo podrás vivir aquellas palabras que te cite, si es que
en verdad lo necesitas”. Guardó
silencio el profesor Heise, y dirigió su vista hacia la lejanía imprecisa del
río Paraguay, que se divisaba desde su estudio, en un viejo edificio céntrico
de la ciudad de Asunción. El profesor Heise era un filósofo, dejó la docencia
luego de muchos años, para dedicarse sólo a estudiar; conoció a Juan cuando
este fue su alumno en la universidad; conversaban en donde sea, Juan apreciaba
mucho el constante consejo que el profesor Heise daba a sus alumnos: “la
filosofía debe ser vivida, debe marcar cada movimiento del cuerpo, cada pensamiento,
cada palabra”. Juan se hizo amigo del profesor, le brindó una devoción
inquebrantable durante la época de la universidad, para luego con el tiempo
convertirse en uno de sus discípulos.
Juan dejó aquella tarde el estudio del
profesor Heise, caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, pensaba, y
mientras lo hacía contemplaba las calles, para él ambas cosas eran lo mismo. Se
decía a si mismo: “Es extraño, no he solucionado ningún problema, pero me
siento bien, podría decir que hasta feliz, pero dudo de que el ser humano pueda
llegar a ser feliz, pero esta felicidad es diferente, es como la de los
estoicos y epicúreos, es por la desaparición de muchos deseos, si, deseos que
quizá ni siquiera conocía.
El profesor Heise siempre me repite lo que ya
sé, lo que ya me señaló, pero cuando él las pronuncia, las palabras no son
simples palabras, en él las palabras viven, o él vive en las palabras. Cuando
pienso en ello me viene a la cabeza la imagen de Don Quijote, quizá también el
profesor Heise es una especie de chiflado, y yo doblemente chiflado por
escucharlo a él. Pero él no me enseña nada, ni siquiera quiere enseñarme, él
sólo me da lo que le pido, tal como se le da a alguien un vaso de agua. Todo
queda por delante, y a su vez, cuando entiendo aquellas palabras, sé que nada
queda, nada importa demasiado. Estar despierto, como el profesor Heise, como un
filósofo, eso es ser feliz”.
El río se escurría hacia la lejanía, una canoa
remaba lentamente hacia la costa. Juan miraba hacia el río.
Fin.
(Extracto
de “El problema del sueño. Colección de cuentos”).
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