miércoles, 28 de agosto de 2013

EL SEMINARISTA (CUENTO)



Una luna radiante iluminaba la sombría calle del seminario, mientras desde la lejanía se asomaban los ladridos quejumbrosos de algunos perros. De pronto, sobre una oscura muralla se dibujó aquella figura silenciosa, que como un ladrón nocturno se abalanzaba sobre los ladrillos. Era José, el seminarista.

 Caminando por un horrible empedrado, fue alejándose de aquel lugar. Sus dispersos pensamientos se tambaleaban entre recuerdos de placer, experimentados en su primer romance, con una cuarentona obesa. Y un sentimiento de culpa lo embargaba, por estar faltando a su promesa de castidad, propia de un aspirante al sacerdocio.

 Pero su profundo ardor se excusaba con lo que le había dicho su compañero seminarista, mientras se embriagaban en secreto en la habitación que compartían.

- Mirá José –le decía su amigo agarrándose los testículos- si Dios ha colocado este instrumento entre mis piernas, será para que yo lo utilice y te digo que lo haré siempre que lo quiera, ¿o acaso no sabes? ¡Si Dios se hizo hombre! ¡Dios también se hizo pene!

- Shhhhiiiiiii…. Callate que nos escuchan –le decía José, y ambos reían tapándose la boca-.

   José sonreía en el camino, mientras recordaba aquel momento, pero de nuevo volvía aquella pesadumbre de la culpa, y su alma se teñía del color de la noche que lo escuchaba.

   Hasta que llegó a una casa de dos plantas, miró hacia arriba, los vidrios estaban cubiertos de cortinas. Se agachó entonces, buscando alguna piedrita, -¡tac!¡tac!- resonó el cristal en la noche silenciosa; luego se escuchó un tenue crujido y una puerta que se abría, era Irma, que se asomó al balcón; tenía una cara regordeta y lánguida, y unos cabellos desparramados en el caos. Colocó un índice en la boca y le indicó una puertecita en el costado de la casa.

   Apenas se introdujo José en el oscurecido jardín, cuando se encontró con los voluminosos brazos de Irma que lo apretaron contra sus pechos de melones, mientras su boca hambrienta sorbía los jugos de inocencia del joven seminarista. Pero el tiempo era escaso, debido al peligro de su marido, que podía volver a la casa en cualquier momento. Lo tomó pues del brazo, y lo llevó a una pequeña habitación que antes utilizaba la niñera. Allí él la penetró y ella gimió su placer prohibido.

   Pero un fuerte golpe en la puerta los devolvió a ambos al mundo de la desgracia, era el marido de Irma, que de una patada había abierto la puerta. ¡Pero qué carajo! Gritó airado el marido, José se abalanzó sobre su pantalón largo, lo único que tenía a mano, y arremetió como un ariete contra el marido, éste cayó al piso y José se escabullo como una comadreja por el jardín, salió a la calle y empezó a correr como nunca antes lo había hecho.

   Desnudo, aun un poco excitado, pero asustado como un niño, corrió hasta que se cruzó frente a las narices de un perro, que furioso empezó a perseguirlo. José no podía creerlo, el máximo placer se había cambiado en infortunio en un abrir y cerrar de ojos.

   Pero el perro lo dejó al momento, José llegó a la cuarta cuadra jadeando, giró a la izquierda, se colocó lentamente el pantalón, y caminó despacio hacia el seminario. Su cuerpo nadaba en adrenalina y su alma en el fuego de la culpa.

   Llegó al seminario, agachó la frente y dejó caer unas lágrimas, luego trepó la muralla y desapareció de sus calles de tragedia.

 

Fin.

(Extracto de “El problema del sueño. Colección de cuentos”).

 

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