Una luna
radiante iluminaba la sombría calle del seminario, mientras desde la lejanía se
asomaban los ladridos quejumbrosos de algunos perros. De pronto, sobre una
oscura muralla se dibujó aquella figura silenciosa, que como un ladrón nocturno
se abalanzaba sobre los ladrillos. Era José, el seminarista.
Caminando por un horrible empedrado, fue
alejándose de aquel lugar. Sus dispersos pensamientos se tambaleaban entre
recuerdos de placer, experimentados en su primer romance, con una cuarentona
obesa. Y un sentimiento de culpa lo embargaba, por estar faltando a su promesa
de castidad, propia de un aspirante al sacerdocio.
Pero su profundo ardor se excusaba con lo que
le había dicho su compañero seminarista, mientras se embriagaban en secreto en
la habitación que compartían.
- Mirá José
–le decía su amigo agarrándose los testículos- si Dios ha colocado este
instrumento entre mis piernas, será para que yo lo utilice y te digo que lo
haré siempre que lo quiera, ¿o acaso no sabes? ¡Si Dios se hizo hombre! ¡Dios
también se hizo pene!
-
Shhhhiiiiiii…. Callate que nos escuchan –le decía José, y ambos reían tapándose
la boca-.
José
sonreía en el camino, mientras recordaba aquel momento, pero de nuevo volvía
aquella pesadumbre de la culpa, y su alma se teñía del color de la noche que lo
escuchaba.
Hasta
que llegó a una casa de dos plantas, miró hacia arriba, los vidrios estaban
cubiertos de cortinas. Se agachó entonces, buscando alguna piedrita,
-¡tac!¡tac!- resonó el cristal en la noche silenciosa; luego se escuchó un
tenue crujido y una puerta que se abría, era Irma, que se asomó al balcón; tenía
una cara regordeta y lánguida, y unos cabellos desparramados en el caos. Colocó
un índice en la boca y le indicó una puertecita en el costado de la casa.
Apenas
se introdujo José en el oscurecido jardín, cuando se encontró con los
voluminosos brazos de Irma que lo apretaron contra sus pechos de melones, mientras
su boca hambrienta sorbía los jugos de inocencia del joven seminarista. Pero el
tiempo era escaso, debido al peligro de su marido, que podía volver a la casa
en cualquier momento. Lo tomó pues del brazo, y lo llevó a una pequeña
habitación que antes utilizaba la niñera. Allí él la penetró y ella gimió su
placer prohibido.
Pero
un fuerte golpe en la puerta los devolvió a ambos al mundo de la desgracia, era
el marido de Irma, que de una patada había abierto la puerta. ¡Pero qué carajo!
Gritó airado el marido, José se abalanzó sobre su pantalón largo, lo único que
tenía a mano, y arremetió como un ariete contra el marido, éste cayó al piso y
José se escabullo como una comadreja por el jardín, salió a la calle y empezó a
correr como nunca antes lo había hecho.
Desnudo,
aun un poco excitado, pero asustado como un niño, corrió hasta que se cruzó frente
a las narices de un perro, que furioso empezó a perseguirlo. José no podía
creerlo, el máximo placer se había cambiado en infortunio en un abrir y cerrar
de ojos.
Pero
el perro lo dejó al momento, José llegó a la cuarta cuadra jadeando, giró a la
izquierda, se colocó lentamente el pantalón, y caminó despacio hacia el
seminario. Su cuerpo nadaba en adrenalina y su alma en el fuego de la culpa.
Llegó
al seminario, agachó la frente y dejó caer unas lágrimas, luego trepó la
muralla y desapareció de sus calles de tragedia.
Fin.
(Extracto de “El problema del sueño. Colección de
cuentos”).
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