lunes, 19 de agosto de 2013

LOCOS (CUENTO)



Pedro permanecía quieto, con la mirada perdida en una extraña lejanía, no se sabía si de su alma o del paisaje campesino que lo rodeaba.
 Cuando Pedro apenas tenía trece años, el auge de la migración gente del campo hacia la Asunción lo alcanzó. Con lágrimas en los ojos su madre hacía adiós al hijo aventurero, sin saber que una de las principales causas de su obstinación por viajar era las infinitas peleas entre ella y  el padrastro de Pedro, que a veces terminaban con golpes y amenazas con arma de fuego. Pedro sólo escuchaba impotente aquellas rencillas, mientras crecía su rabia, no solo contra su padrastro, sino también contra su madre, por su idea de casarse con aquel hombre para él tan despreciable.
 Ya en Asunción, se reunió con unos parientes y aprendió el oficio de la zapatería. Varios años vivió en la capital, se sentía a gusto entre sus parientes y amigos, hasta que lo que en un principio le parecía una simple relación de placer, se convirtió en la tormentosa vivencia de una situación límite.
 Cierta dama llamada Nilda, lo seguía siempre con la idea de conseguir algún romance con él, que por su parte casi siempre se mostraba indiferente hacia sus insinuaciones. Pero a medida que pasaba el tiempo, Pedro empezaba a plantearse la posibilidad de obtener algo de aquella mujer tan insistente. Llegó entonces una noche, Pedro caminaba por unas veredas oscuras, pensaba llegar a un barcito cercano, beberse alguna cerveza, y charlar con algún amigo; pero de pronto sintió una mano que lo atajaba del brazo, era Nilda, que lo había alcanzado, y que lo invitaba a acompañarla hasta su apartamento. Le dijo: –vamos, no seas tan descortés conmigo, sólo quiero que camines conmigo un rato. Pedro sonrió –bueno, vamos entonces.- respondió.
 Cuando llegaron al apartamento de la mujer, ésta lo invito a pasar, Pedro de nuevo acepto, ya estaba decidido a pasar la noche con Nilda. El apartamento era pequeño pero  amueblado, en un modular se encontraban numerosos libros, Pedro los miro de reojo, en algunos se leía “Astrología Práctica”, “La Lectura de las Manos”, “Tarot”. Dos cuadros baratos pendían de la blanca pared. El lugar era limpio, y simple. Nilda lo invito a sentarse. Toda la noche conversaron sobre aquellos libros del modular, entre alcohol, cigarrillo y sexo.
 Pedro nunca se imaginó que podría llegar a entusiasmarle tanto el ocultismo. De la mano de Nilda empezó a introducirse en aquel mundo que a la par que fascinación le comunicaba ciertos atisbos de un terror que ni siquiera Nilda podía explicarle.
 Pero la intimidad entre Nilda y Pedro había llegado a una cota; al menos así lo entendió la dicharachera de Nilda, quien empezó a coquetear con otros hombres, y a poner excusas para evitar las cada vez más numerosas visitas del entusiasmado de Pedro. Y a su vez, Pedro empezó a notar aquel cambio de actitud de su pareja, que en un principio le parecía solo temporal, hasta enterarse de que Nilda ya andaba con otros amoríos.
 Una honda pesadumbre calló sobre el cuerpo y el pensamiento de Pedro. Sentía que de un momento a otro alguien le había puesto una pesa de acero sobre los lomos. Durante el día y la tarde, mientras trabajaba en la zapatería, se atormentaba pensando en los placeres que Nilda estaría viviendo con otros hombres; se concentraba buscando y encontrando todas las ingratitudes que había tenido la mujer con él; se llenaba de rabia al pensar que lo había tratado como a un tonto. Cuando llegaba la noche, Pedro se pasaba volteándose sobre la cama, luego probó con el piso, y aun después empezó a rezar, recordando aquellas oraciones que había aprendido de niño, pero nada funcionaba. Cierta noche consiguió dormir dos horas, soñó con monstruosos seres infernales que lo torturaban con sus gritos, burlas, y obscenidades. Luego de un tiempo, Pedro dejo de ir al trabajo. Le diagnosticaron un cuadro depresivo y una ulcera sangrante. Pedro creía que la mujer lo había embrujado.
 Un pariente hospedó a Pedro en su casa, ya que éste, al no poder trabajar, no podía pagar un alquiler y ni siquiera solventar sus alimentos. Pedro veía enemigos en todas partes, creía que todo lo que le pasaba provenía de los hechizos que le había asestado la bruja de Nilda. Y cierto día, estando Pedro en la terraza de la casa, vio pasar a un vendedor de periódicos, luego se ensayó con el pobre hombre arrojándole unas piedras que tenía a mano en la terraza. Pedro pensó que aquel vendedor de periódicos no era más que un simulador que quería arrojar algún objeto hechizado en la casa. Al cabo de una semana su pariente decidió internarlo en el hospital neuro-siquiátrico de Asunción.  

El hospital estaba poblado de gente con ojos inflamados, que andaban cansinamente, como aquellos niños que apenas empiezan a caminar; otros en cambio, caminaban como cualquier ejecutivo apurado por la calle de alguna metrópoli. Pedro abrió los ojos, el sedante que le inyectaron antes de traerlo empezaba a perder efecto. Observó a un hombre baboso que lo miraba con la cara pegada a la ventanilla de la ambulancia. Se levantó sobresaltado observando a su alrededor: un terreno con muchos árboles, frente a un amplio edificio de paredes blancas; por el patio caminaban algunas personas vestidas estrafalariamente, también algunos enfermeros vestidos de blanco. Buscó entre ellas algún semblante conocido, pero nadie, y menos aquella cara babosa que lo miraba por la ventanilla como un niño. Pedro empezó a darse cuenta de donde estaba, se acostó de nuevo en la camilla, ahora todo aquello le parecía indiferente; cruzó las manos bajo la cabeza, cerró los ojos, y repitió para si mismo: “Bienvenido al infierno Pedro, bienvenido al infierno.”

Un enfermero lo acompañó hasta donde sería su pabellón; el crujido del portón de barrotes volteó hacia ellos a todos los que estaban en el patio interior del pabellón; unos cuantos se acercaron para mirar de cerca al recién llegado, eran como zombis que le preguntaban su nombre, su profesión, su club, también alguno pedía llorando al enfermero que lo deje salir; hasta que apareció un hombre corpulento entre aquello que se había convertido en un barullo inentendible; era Luis, un interno que colaboraba con los enfermeros y doctores por algunos beneficios excepcionales de comida y libertad, y por la promesa de dejarlo salir. El enfermero agradeció la ayuda de Luis, y condujo a Pedro a una amplia habitación que servía de dormitorio a los internos. Había amplias camas de dos pisos, pegadas a unas paredes ennegrecidas por la humedad; la iluminación de la habitación se limitaba a la natural que ingresaba por las dos puertas laterales; las baldosas del piso, a pesar de estar limpias, mostraban desgastes y quebraduras. El enfermero le indicó un lugar donde podría recostarse, y antes de retirarse le avisó que dentro de unas horas tendría una consulta con el médico del hospital. Pedro se acomodó en la cama sin decir nada, cerró los ojos y suspiró hondo, tenía un fuerte dolor de cabeza. Al momento sintió una presencia frente a él, era un hombre que le tendía un cigarrillo; era flaco, de mediana estatura, como de cuarenta años, tenía una barba recortada, y unos ojos penetrantes, que se posaban sobre Pedro como interrogándolo. Este tomó con cierta desconfianza el cigarrillo, el hombre le pasó una cajita de fósforos que tenía bien guardado en algún pliegue secreto de su viejo pantalón de vaquero. Mientras Pedro encendía con cierta dificultad el cigarrillo, el hombre sugirió: -No te tomes demasiado a pecho esto, que terminarás enloqueciendo a la manera de los que están aquí; tú aun puedes enfocar el pensamiento, lo sé por tu mirada.- Pedro le retrucó con una pregunta: -¿Qué haces aquí?- el hombre contestó: - Ya habrá tiempo para contarte, ahora trata de descansar, y no veas esto como una realidad, créeme, cuando salgas de aquí ya nada te parecerá tan real como antes, quizá ni siquiera tú mismo. Pero ahora descansa, hablaremos luego-. El hombre se alejó hacia el patio; Pedro arrojo el cerillo a un costado, y trató de encontrar algún descanso.
 Luego de unas horas llegó el enfermero para acompañarlo a la consulta con el médico. Este le explicó que estaría en observación durante un mes. No se refirió a que podría salir de ahí o debería quedarse. Pedro estuvo en la consulta como ausente, limitándose a contestar brevemente a cada pregunta que le hacía el doctor. Pensaba en las palabras de aquel hombre que le invitó el cigarrillo. Empezó a experimentar en sí mismo el hecho de cuestionar la realidad de las cosas. Pensaba para si mismo: “a los que están aquí encerrados los llaman locos y enfermos por ver el mundo al revés, ¿pero por qué podemos estar seguros de que el mundo de afuera es el verdadero?” Así Pedro terminó su primer día en el hospital para locos.

Día Segundo.
En una hora fija de la mañana, todos los internos eran despertados; Pedro no sabía cuál era esa hora, pero ahí a nadie parecía importarle la hora, en contraste con la absoluta puntualidad con que todo se cumplía. Cuando se tenía que comer se comía, cuando se tenía que tomar medicamentos, se tomaba, todo en forma sincronizada, tal como una extraña fábrica de locura.
 A media mañana, cuando todos estaban en el patio interior del pabellón, Pedro buscó a aquel hombre que le había invitado el cigarrillo, lo encontró en una sombra, haciendo unos garabatos en un cuaderno envejecido. Se sentó a su lado, en un piso de baldosas que comunicaba frescura, en contraste con el intenso calor que se sentía en el patio. El hombre no levantó la vista, parecía indiferente a la presencia de Pedro, pero enseguida preguntó sin quitar la mirada de sus garabatos:
-¿Cómo estás amigo?
-No sé, creo que no sé como estoy- respondió secamente Pedro
–Es buena señal- afirmó el hombre
-¿Buena señal?- le preguntó algo perplejo Pedro
–Sí, tu falta de certeza, es buena señal tu falta de certeza- volvió a afirmar el hombre
–No sé porqué me sorprendió en algo lo que dijiste, puesto que si estás aquí es porque estás loco- Pedro suspiró un momento, y agregó luego –loco como yo
–Y ahí lo tienes –le dijo el hombre- por ser locos ambos podemos ver el mundo al revés
-Es extraño, ayer cuando me hablaba el médico pensaba también en eso de ver el mundo al revés, pero quizá fue por aquellas palabras que me dijiste ayer, quizá me estoy contagiando de tu propia locura- concluyó Pedro.
 El hombre dibujó una leve sonrisa y dijo:
-De eso se trata amigo, aun podemos ser unos buenos locos en este mundo de locura.
Pedro miró fijo a los ojos de aquel hombre, que a pesar de ser los de un loco, no parecían tan locos, luego le dijo:
-¿Sabes qué? Antes de llegar a este lugar leí unos libros sobre magia, y todo lo que estos describían era muy diferente al mundo de allá afuera. A veces me aterrorizaba, sentía que aquello podría abrirme a una especie de infierno, y quizás ya estoy en ese infierno, y tú eres el primer demonio con el que me encuentro-. Ambos rieron a carcajadas, y unos internos que estaban ahí cerca también empezaron a reír, y al poco tiempo todo el pabellón reía a carcajadas.

Día Tercero.
Como en el día anterior, Pedro otra vez buscó al hombre, y siempre lo encontraba pintando o escribiendo. Se sentó a junto a él en el piso.
-¿Qué estás haciendo?- le preguntó Pedro con curiosidad
-¿Qué estoy haciendo? Pues, fumando al mundo- le respondió el hombre
–¿Fumando al mundo?- volvió a preguntar Pedro con algo  de diversión
–Si, estoy fumando al mundo- respondió el hombre también con cara de risa.
¿Quieres probar? –interrogó el hombre a Pedro.
-¿Probar? ¿A ver? ¿Cómo se hace? –dijo Pedro
-Probaremos con este ejercicio –respondió el hombre-: quiero que observes en tu memoria los puntos más importantes para ti, aquellos que pueden ser tomados como giros bruscos o trascendentes de tu vida; quiero que tomes esos puntos y los contemples, no identificándote con ellos, no atormentándote por aquellos dolores o gozando en aquellas alegrías, sino contemplando, sólo contemplando, dejando que aquellos puntos formen una unidad; si te mantienes en ese estado de observación, podrás ver a tu propia existencia como el camino de la misma humanidad, de la vida y el mundo...
 Esa contemplación es nuestra pipa, cuando logres eso en todos los aspectos de tu vida y tu pensamiento, y si puedes también en el arte, eres un gran fumador, y te diría más, pensamiento y mundo cotidiano junto al arte, llegarán a ser lo mismo, la vida entera será un fenómeno estético, ya no una lucha por salvarse con los afanes del yo.
 Juan escuchaba con atención las palabras de aquel hombre, aquello de fumar al mundo le daba cosquillas en el vientre, se sentía liviano como el viento, su semblante se llenó de alegría, empezó a ver todo como por primera vez.

Día Cuarto.
-¿Sabes qué? Ayer pensé mucho en eso de fumar al mundo –dijo Pedro-, pero antes dime ¿cómo te llamas?
-Umm... puedes llamarme como quieras –respondió el hombre-, no me importa cómo me llames, pero según el registro civil me llamo Antonio Heise.
-Y dígame don Antonio ¿porqué esta aquí? –preguntó Pedro
- Porque me volví loco –respondió el hombre
-¡Ja! ¡Ja! ¿pero porqué se volvió loco? –volvió a preguntar Pedro
-Era mi destino –respondió el hombre
-Pero no creo que usted esté loco como los demás, o como yo –dijo Pedro
-Pues deberías dudar –respondió el hombre-, yo podría ser un don Quijote y tú mi escudero, yo podría llevarte por las aventuras de mi desvariada cabeza.
-Pero yo apuesto por usted –le dijo confiado Pedro-, quiero ser su escudero, lléveme por los caminos de su locura, enséñeme a fumar al mundo.
-Adelante entonces –dijo el hombre-, si estas convencido en tu corazón, que quizá tu destino no esté con los cuerdos de este mundo; ponte en guardia que quizá sea tu locura la que habrá de salvarte.

Día Quinto.
-Don Antonio, ande, cuénteme su quijotesca historia –le dijo Pedro
-Está bien –contestó don Antonio-. Cierto día, ya cuando el sol se perdía entre los tejados del barrio en que vivía, sentí en mi alma un deseo enorme de dejarlo todo. Estaba cansado de vivir, de ver pasar un día tras otro sin que nada tuviera sentido. Fue así que fui a visitar a uno de mis mejores amigos, quien es también el director de este hospital; simplemente, le pedí que me dejara estar un tiempo aquí, compartir con los enfermos sus desgracias siempre me ha dado mucho consuelo. En un primer momento mi amigo no accedió a mi deseo de quedarme aquí, me ofreció lugares en otros hospitales, pero no quería aceptar, siempre pensé que este hospital es el mejor para vivir la profundidad del alma del hombre. Quizá debía pasar por aquí para aprender algo, quizá algo tan sencillo, como acostumbrarme a ver el mundo como por primera vez”.

Luego de un mes, ambos salieron del neuropsiquiátrico. Habían mejorado raudamente sus estados de ánimo, para la sorpresa del director del hospital y amigo de don Antonio, quien con una sonrisa en el rostro les dijo que estaba contento con el mejoramiento observado.
 Don Antonio volvió a sus campos y junto a su familia. Pedro volvió a Villarrica, en donde en un día de invierno me relató su historia, con la mirada perdida en una extraña lejanía, no se sabía si de su alma o del paisaje campesino que lo rodeaba.

Fin. 
(Extracto de “El problema del sueño. Colección de cuentos”).

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