Así como la filosofía surgió de una esfera cultural en la
que predominaba el pensamiento mitológico-mágico-simbólico, también la
medicina filosófica emergió de visiones
médicas chamánicas y ritualistas. El paso hacia posiciones meramente racionales se fue dando paulatinamente.
Los dos grandes médicos de la antigüedad,
Hipócrates y Galeno, defendían la tesis de que la salud dependía del equilibrio
de los llamados “humores”, que eran básicamente cuatro: bilis negra, flema,
bilis y sangre. Galeno ya empezó a adelantarse en el argumento del daño
orgánico como responsable de la enfermedad, idea que será tomada por la
medicina moderna.
En el año 1526
Aldo Manucio publica una edición del Corpus
hipocráticum, propiciando con ello el
retorno de Hipócrates al ámbito cultural europeo, luego de cerca de diez siglos
de estar a la sombra del venerado Galeno.
En el siglo XVII
la teoría humoral empieza a disminuir su trascendencia frente a las
investigaciones de William Hervey
sobre la circulación sanguínea y sus distintos efectos en el organismo.
En el siglo
XVIII tenemos a dos emblemáticas figuras de la historia de la medicina, por una
parte está Albrecht Von Haller, quien
escribió una obra monumental denominada “Elementos fisiológicos del cuerpo
humano” en donde expone los conocimientos médicos de su tiempo junto a sus
propias contribuciones a la disciplina médica. En el campo de la fisiología
Haller propone una teoría revolucionaria, sostiene que los impulsos nerviosos
se desplazan a través de “fibras”, y no por el hipotético fluido nérvico o pneuma psíquico (postura defendida por Galerno).
En este siglo también se destaca Giovanni Morgagni, con su obra cumbre “Sobre
la localización y las causas de las enfermedades según la indagación
anatómica”. Con ello se empieza a orientar la medicina hacia esquemas
empiristas (y luego positivistas), dejando de lado el auge hipocrático que
había brotado en el renacimiento.
Pero la reacción
a la ilustración y al empirismo no se hizo esperar, con un aire poético,
naturalista y místico surgió el romanticismo como una fiebre que se expandió
por todos los confines del mundo (el nacionalismo es una de sus expresiones).
Bajo la égida de Schelling una nueva filosofía de la naturaleza es cultivada,
una que prometía el encuentro fraterno con todas las antiguas tradiciones de
sabiduría. Y así, la medicina romántica postuló el carácter unitario del ser
humano, en cuerpo, alma y espíritu, y el estrecho parentesco con la totalidad
cósmica.
Pero con esta
medicina, que podemos llamar cultivada, no terminaba la reacción a la visión
médica empirista. En el siglo XIX, unos enfermos alemanes, desahuciados por los
médicos académicos, llevaron adelante un verdadero movimiento naturista de
carácter algo simple e ingenuo, pero de notable influencia en las terapias
naturales desarrolladas en los años posteriores; estos brillantes empíricos
eran Luis Kuhne, Vicente Priesnitz y Sebastian Kneipp.
A su vez, los
médicos influenciados por los filósofos vitalistas heredaron en el siglo
XX esa postura romántica de buscar la
salud y la cura de las enfermedades, no en los fármacos y las cirugías, sino en
un encuentra cercano con los elementos naturales, el agua, el aire, el fuego y
la tierra. Entre estos médicos vitalistas podemos citar a Eduardo Alfonso y a
Paul Carton.
De todas maneras los espectaculares desarrollos
científicos y tecnológicos terminaron por imponer en el mundo entero la
medicina positivista, aunque ya de una manera tímida van alzándose voces de
protesta frente al carácter reduccionista y simplificador que esta visión
medica presta al ser humano. Las revoluciones científicas y las crisis de los
paradigmas de la ciencia y de los fundamentos de la razón, requieren por lo
menos una apertura respetuosa hacia orientaciones médicas milenarias con las
que el hombre ha tratado no sólo de disminuir el sufrimiento y el dolor, sino
también dar un sentido trascendental al vivir.
(Extracto de “El médico del campo. Ensayo de
medicina natural”).
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