Pedro permanecía
quieto, con la mirada perdida en una extraña lejanía, no se sabía si de su alma
o del paisaje campesino que lo rodeaba.
Cuando Pedro apenas tenía trece años, el auge
de la migración gente del campo hacia la Asunción lo alcanzó. Con lágrimas en los ojos su
madre hacía adiós al hijo aventurero, sin saber que una de las principales
causas de su obstinación por viajar era las infinitas peleas entre ella y el padrastro de Pedro, que a veces terminaban
con golpes y amenazas con arma de fuego. Pedro sólo escuchaba impotente
aquellas rencillas, mientras crecía su rabia, no solo contra su padrastro, sino
también contra su madre, por su idea de casarse con aquel hombre para él tan
despreciable.
Ya en Asunción, se reunió con unos parientes y
aprendió el oficio de la zapatería. Varios años vivió en la capital, se sentía
a gusto entre sus parientes y amigos, hasta que lo que en un principio le
parecía una simple relación de placer, se convirtió en la tormentosa vivencia
de una situación límite.
Cierta dama llamada Nilda, lo seguía siempre
con la idea de conseguir algún romance con él, que por su parte casi siempre se
mostraba indiferente hacia sus insinuaciones. Pero a medida que pasaba el
tiempo, Pedro empezaba a plantearse la posibilidad de obtener algo de aquella
mujer tan insistente. Llegó entonces una noche, Pedro caminaba por unas veredas
oscuras, pensaba llegar a un barcito cercano, beberse alguna cerveza, y charlar
con algún amigo; pero de pronto sintió una mano que lo atajaba del brazo, era Nilda,
que lo había alcanzado, y que lo invitaba a acompañarla hasta su apartamento.
Le dijo: –vamos, no seas tan descortés conmigo, sólo quiero que camines conmigo
un rato. Pedro sonrió –bueno, vamos entonces.- respondió.
Cuando llegaron al apartamento de la mujer,
ésta lo invito a pasar, Pedro de nuevo acepto, ya estaba decidido a pasar la
noche con Nilda. El apartamento era pequeño pero amueblado, en un modular se encontraban
numerosos libros, Pedro los miro de reojo, en algunos se leía “Astrología
Práctica”, “La Lectura
de las Manos”, “Tarot”. Dos cuadros baratos pendían de la blanca pared. El
lugar era limpio, y simple. Nilda lo invito a sentarse. Toda la noche
conversaron sobre aquellos libros del modular, entre alcohol, cigarrillo y
sexo.
Pedro nunca se imaginó que podría llegar a
entusiasmarle tanto el ocultismo. De la mano de Nilda empezó a introducirse en
aquel mundo que a la par que fascinación le comunicaba ciertos atisbos de un
terror que ni siquiera Nilda podía explicarle.
Pero la intimidad entre Nilda y Pedro había
llegado a una cota; al menos así lo entendió la dicharachera de Nilda, quien
empezó a coquetear con otros hombres, y a poner excusas para evitar las cada
vez más numerosas visitas del entusiasmado de Pedro. Y a su vez, Pedro empezó a
notar aquel cambio de actitud de su pareja, que en un principio le parecía solo
temporal, hasta enterarse de que Nilda ya andaba con otros amoríos.
Una honda pesadumbre calló sobre el cuerpo y
el pensamiento de Pedro. Sentía que de un momento a otro alguien le había
puesto una pesa de acero sobre los lomos. Durante el día y la tarde, mientras
trabajaba en la zapatería, se atormentaba pensando en los placeres que Nilda
estaría viviendo con otros hombres; se concentraba buscando y encontrando todas
las ingratitudes que había tenido la mujer con él; se llenaba de rabia al
pensar que lo había tratado como a un tonto. Cuando llegaba la noche, Pedro se
pasaba volteándose sobre la cama, luego probó con el piso, y aun después empezó
a rezar, recordando aquellas oraciones que había aprendido de niño, pero nada
funcionaba. Cierta noche consiguió dormir dos horas, soñó con monstruosos seres
infernales que lo torturaban con sus gritos, burlas, y obscenidades. Luego de
un tiempo, Pedro dejo de ir al trabajo. Le diagnosticaron un cuadro depresivo y
una ulcera sangrante. Pedro creía que la mujer lo había embrujado.
Un pariente hospedó a Pedro en su casa, ya que
éste, al no poder trabajar, no podía pagar un alquiler y ni siquiera solventar
sus alimentos. Pedro veía enemigos en todas partes, creía que todo lo que le
pasaba provenía de los hechizos que le había asestado la bruja de Nilda. Y
cierto día, estando Pedro en la terraza de la casa, vio pasar a un vendedor de
periódicos, luego se ensayó con el pobre hombre arrojándole unas piedras que
tenía a mano en la terraza. Pedro pensó que aquel vendedor de periódicos no era
más que un simulador que quería arrojar algún objeto hechizado en la casa. Al
cabo de una semana su pariente decidió internarlo en el hospital neuro-siquiátrico
de Asunción.
El hospital estaba
poblado de gente con ojos inflamados, que andaban cansinamente, como aquellos
niños que apenas empiezan a caminar; otros en cambio, caminaban como cualquier
ejecutivo apurado por la calle de alguna metrópoli. Pedro abrió los ojos, el
sedante que le inyectaron antes de traerlo empezaba a perder efecto. Observó a
un hombre baboso que lo miraba con la cara pegada a la ventanilla de la
ambulancia. Se levantó sobresaltado observando a su alrededor: un terreno con
muchos árboles, frente a un amplio edificio de paredes blancas; por el patio
caminaban algunas personas vestidas estrafalariamente, también algunos
enfermeros vestidos de blanco. Buscó entre ellas algún semblante conocido, pero
nadie, y menos aquella cara babosa que lo miraba por la ventanilla como un
niño. Pedro empezó a darse cuenta de donde estaba, se acostó de nuevo en la
camilla, ahora todo aquello le parecía indiferente; cruzó las manos bajo la
cabeza, cerró los ojos, y repitió para si mismo: “Bienvenido al infierno Pedro,
bienvenido al infierno.”
Un enfermero lo
acompañó hasta donde sería su pabellón; el crujido del portón de barrotes
volteó hacia ellos a todos los que estaban en el patio interior del pabellón;
unos cuantos se acercaron para mirar de cerca al recién llegado, eran como
zombis que le preguntaban su nombre, su profesión, su club, también alguno
pedía llorando al enfermero que lo deje salir; hasta que apareció un hombre
corpulento entre aquello que se había convertido en un barullo inentendible;
era Luis, un interno que colaboraba con los enfermeros y doctores por algunos
beneficios excepcionales de comida y libertad, y por la promesa de dejarlo
salir. El enfermero agradeció la ayuda de Luis, y condujo a Pedro a una amplia
habitación que servía de dormitorio a los internos. Había amplias camas de dos
pisos, pegadas a unas paredes ennegrecidas por la humedad; la iluminación de la
habitación se limitaba a la natural que ingresaba por las dos puertas
laterales; las baldosas del piso, a pesar de estar limpias, mostraban desgastes
y quebraduras. El enfermero le indicó un lugar donde podría recostarse, y antes
de retirarse le avisó que dentro de unas horas tendría una consulta con el
médico del hospital. Pedro se acomodó en la cama sin decir nada, cerró los ojos
y suspiró hondo, tenía un fuerte dolor de cabeza. Al momento sintió una
presencia frente a él, era un hombre que le tendía un cigarrillo; era flaco, de
mediana estatura, como de cuarenta años, tenía una barba recortada, y unos ojos
penetrantes, que se posaban sobre Pedro como interrogándolo. Este tomó con
cierta desconfianza el cigarrillo, el hombre le pasó una cajita de fósforos que
tenía bien guardado en algún pliegue secreto de su viejo pantalón de vaquero.
Mientras Pedro encendía con cierta dificultad el cigarrillo, el hombre sugirió:
-No te tomes demasiado a pecho esto, que terminarás enloqueciendo a la manera
de los que están aquí; tú aun puedes enfocar el pensamiento, lo sé por tu
mirada.- Pedro le retrucó con una pregunta: -¿Qué haces aquí?- el hombre
contestó: - Ya habrá tiempo para contarte, ahora trata de descansar, y no veas
esto como una realidad, créeme, cuando salgas de aquí ya nada te parecerá tan
real como antes, quizá ni siquiera tú mismo. Pero ahora descansa, hablaremos
luego-. El hombre se alejó hacia el patio; Pedro arrojo el cerillo a un
costado, y trató de encontrar algún descanso.
Luego de unas horas llegó el enfermero para
acompañarlo a la consulta con el médico. Este le explicó que estaría en
observación durante un mes. No se refirió a que podría salir de ahí o debería
quedarse. Pedro estuvo en la consulta como ausente, limitándose a contestar
brevemente a cada pregunta que le hacía el doctor. Pensaba en las palabras de
aquel hombre que le invitó el cigarrillo. Empezó a experimentar en sí mismo el
hecho de cuestionar la realidad de las cosas. Pensaba para si mismo: “a los que
están aquí encerrados los llaman locos y enfermos por ver el mundo al revés,
¿pero por qué podemos estar seguros de que el mundo de afuera es el verdadero?”
Así Pedro terminó su primer día en el hospital para locos.
Día Segundo.
En una hora fija de
la mañana, todos los internos eran despertados; Pedro no sabía cuál era esa
hora, pero ahí a nadie parecía importarle la hora, en contraste con la absoluta
puntualidad con que todo se cumplía. Cuando se tenía que comer se comía, cuando
se tenía que tomar medicamentos, se tomaba, todo en forma sincronizada, tal
como una extraña fábrica de locura.
A media mañana, cuando todos estaban en el
patio interior del pabellón, Pedro buscó a aquel hombre que le había invitado
el cigarrillo, lo encontró en una sombra, haciendo unos garabatos en un
cuaderno envejecido. Se sentó a su lado, en un piso de baldosas que comunicaba
frescura, en contraste con el intenso calor que se sentía en el patio. El
hombre no levantó la vista, parecía indiferente a la presencia de Pedro, pero
enseguida preguntó sin quitar la mirada de sus garabatos:
-¿Cómo estás amigo?
-No sé, creo que no
sé como estoy- respondió secamente Pedro
–Es buena señal-
afirmó el hombre
-¿Buena señal?- le
preguntó algo perplejo Pedro
–Sí, tu falta de
certeza, es buena señal tu falta de certeza- volvió a afirmar el hombre
–No sé porqué me
sorprendió en algo lo que dijiste, puesto que si estás aquí es porque estás
loco- Pedro suspiró un momento, y agregó luego –loco como yo
–Y ahí lo tienes –le
dijo el hombre- por ser locos ambos podemos ver el mundo al revés
-Es extraño, ayer
cuando me hablaba el médico pensaba también en eso de ver el mundo al revés,
pero quizá fue por aquellas palabras que me dijiste ayer, quizá me estoy
contagiando de tu propia locura- concluyó Pedro.
El hombre dibujó una leve sonrisa y dijo:
-De eso se trata
amigo, aun podemos ser unos buenos locos en este mundo de locura.
Pedro miró fijo a
los ojos de aquel hombre, que a pesar de ser los de un loco, no parecían tan
locos, luego le dijo:
-¿Sabes qué? Antes
de llegar a este lugar leí unos libros sobre magia, y todo lo que estos
describían era muy diferente al mundo de allá afuera. A veces me aterrorizaba,
sentía que aquello podría abrirme a una especie de infierno, y quizás ya estoy
en ese infierno, y tú eres el primer demonio con el que me encuentro-. Ambos
rieron a carcajadas, y unos internos que estaban ahí cerca también empezaron a
reír, y al poco tiempo todo el pabellón reía a carcajadas.
Día Tercero.
Como en el día
anterior, Pedro otra vez buscó al hombre, y siempre lo encontraba pintando o
escribiendo. Se sentó a junto a él en el piso.
-¿Qué estás
haciendo?- le preguntó Pedro con curiosidad
-¿Qué estoy
haciendo? Pues, fumando al mundo- le respondió el hombre
–¿Fumando al mundo?-
volvió a preguntar Pedro con algo de
diversión
–Si, estoy fumando
al mundo- respondió el hombre también con cara de risa.
¿Quieres probar?
–interrogó el hombre a Pedro.
-¿Probar? ¿A ver?
¿Cómo se hace? –dijo Pedro
-Probaremos con este
ejercicio –respondió el hombre-: quiero que observes en tu memoria los puntos
más importantes para ti, aquellos que pueden ser tomados como giros bruscos o
trascendentes de tu vida; quiero que tomes esos puntos y los contemples, no
identificándote con ellos, no atormentándote por aquellos dolores o gozando en
aquellas alegrías, sino contemplando, sólo contemplando, dejando que aquellos
puntos formen una unidad; si te mantienes en ese estado de observación, podrás
ver a tu propia existencia como el camino de la misma humanidad, de la vida y
el mundo...
Esa contemplación es nuestra pipa, cuando
logres eso en todos los aspectos de tu vida y tu pensamiento, y si puedes
también en el arte, eres un gran fumador, y te diría más, pensamiento y mundo
cotidiano junto al arte, llegarán a ser lo mismo, la vida entera será un
fenómeno estético, ya no una lucha por salvarse con los afanes del yo.
Juan escuchaba con atención las palabras de
aquel hombre, aquello de fumar al mundo le daba cosquillas en el vientre, se
sentía liviano como el viento, su semblante se llenó de alegría, empezó a ver
todo como por primera vez.
Día Cuarto.
-¿Sabes qué? Ayer
pensé mucho en eso de fumar al mundo –dijo Pedro-, pero antes dime ¿cómo te
llamas?
-Umm... puedes
llamarme como quieras –respondió el hombre-, no me importa cómo me llames, pero
según el registro civil me llamo Antonio Heise.
-Y dígame don
Antonio ¿porqué esta aquí? –preguntó Pedro
- Porque me volví
loco –respondió el hombre
-¡Ja! ¡Ja! ¿pero
porqué se volvió loco? –volvió a preguntar Pedro
-Era mi destino
–respondió el hombre
-Pero no creo que
usted esté loco como los demás, o como yo –dijo Pedro
-Pues deberías dudar
–respondió el hombre-, yo podría ser un don Quijote y tú mi escudero, yo podría
llevarte por las aventuras de mi desvariada cabeza.
-Pero yo apuesto por
usted –le dijo confiado Pedro-, quiero ser su escudero, lléveme por los caminos
de su locura, enséñeme a fumar al mundo.
-Adelante entonces
–dijo el hombre-, si estas convencido en tu corazón, que quizá tu destino no
esté con los cuerdos de este mundo; ponte en guardia que quizá sea tu locura la
que habrá de salvarte.
Día Quinto.
-Don Antonio, ande,
cuénteme su quijotesca historia –le dijo Pedro
-Está bien –contestó
don Antonio-. Cierto día, ya cuando el sol se perdía entre los tejados del
barrio en que vivía, sentí en mi alma un deseo enorme de dejarlo todo. Estaba
cansado de vivir, de ver pasar un día tras otro sin que nada tuviera sentido.
Fue así que fui a visitar a uno de mis mejores amigos, quien es también el
director de este hospital; simplemente, le pedí que me dejara estar un tiempo
aquí, compartir con los enfermos sus desgracias siempre me ha dado mucho
consuelo. En un primer momento mi amigo no accedió a mi deseo de quedarme aquí,
me ofreció lugares en otros hospitales, pero no quería aceptar, siempre pensé
que este hospital es el mejor para vivir la profundidad del alma del hombre.
Quizá debía pasar por aquí para aprender algo, quizá algo tan sencillo, como
acostumbrarme a ver el mundo como por primera vez”.
Luego de un mes,
ambos salieron del neuropsiquiátrico. Habían mejorado raudamente sus estados de
ánimo, para la sorpresa del director del hospital y amigo de don Antonio, quien
con una sonrisa en el rostro les dijo que estaba contento con el mejoramiento
observado.
Don Antonio volvió a sus campos y junto a su
familia. Pedro volvió a Villarrica, en donde en un día de invierno me relató su
historia, con la mirada perdida en una extraña lejanía, no se sabía si de su
alma o del paisaje campesino que lo rodeaba.
Fin.
(Extracto de “El
problema del sueño. Colección de cuentos”).