La cotidianeidad es como un sueño,
en el que predominan prejuicios e interpretaciones comunes con los demás, es
una especie de dictadura del modo de ser corriente, en donde el mundo y el
hombre “no sorprenden”. En la cotidianeidad todo lo que se debe saber ya se
sabe, por lo cual no es necesario ningún cuestionamiento radical, y aun, cuando
apenas se asoman las incertidumbres enseguida son sofocadas por huecas frases
de cajón.
Sin embargo, la inquietud siempre ronda en torno
a una vida agitada y problemática, sumida en numerosos deseos y frustraciones; de
alguna u otra manera, en medio de circunstancias peculiares, uno se ve obligado
a tomar decisiones significativas, en donde considera consiente o inconscientemente
un abanico de actitudes, ideas, valores y hasta paradigmas encontrados. A pesar
de la aparente uniformidad de la vida cotidiana, la estabilidad espiritual revela
una condición precaria en medio de una sociedad putrefacta.
Por ello, deben venir en auxilio la diversión aletargante
y los placeres desbocados, para no saber que los fundamentos han desaparecido y
que la seriedad de la vida es una farsa.
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