Con el avance del proceso de
secularización, y con la misma crisis de
los fundamentos del pensamiento, las tradicionales maneras de instaurar un
control de la sociedad (en particular el adoctrinamiento religioso y la
violencia) van cayendo en desuso. La dominación actual se basa en sutiles
formas de persuasión, basadas en el consumismo y en las nuevas tecnologías.
El problema por supuesto no es nuevo, en la modernidad, luego de la
revolución francesa, ya empezó a preocupar a algunos pensadores el hecho de que
las multitudes enardecidas salgan a las calles a sembrar el caos en nombre de
la libertad y la igualdad.
Para Tomas Malthus el aumento desenfrenado de la población mundial y el
desigual crecimiento de la disposición de alimentos, terminaría por llevar a la
humanidad a una situación de caos social. Pensaba que la multitud se levantaba
contra el gobernante no por sus abusos tiránicos sino por las miserias creadas
por el exceso de la población. El control social debía establecerse entonces a
partir de la regulación de la natalidad por parte del estado.
Habría que preguntarse si en verdad un escenario utópico terminaría con
la necesidad del control social. Herbert Marcuse, discípulo de Martin Heidegger,
asimiló de acuerdo a sus perspectivas intelectuales las ideas de su maestro
sobre la vida cotidiana inauténtica, para criticar a la sociedad moderna y para
proponer la posibilidad de un mundo distinto. En el caso de Heidegger esta
cotidianeidad aletargante es constitutiva del ser humano que vive con los
demás. El abandono de este estado sólo sería posible para unos pocos individuos
que asimilen el peso incómodo e inhospitalario de la angustia.
La dominación y la esclavitud no han terminado con el advenimiento de la
democracia moderna, sólo se han suavizado y edulcorado para lograr una mayor
aceptación.
El control remoto del televisor o la magia de internet nos proponen
pasar de un partido de futbol a la imagen de un niño africano muriéndose de
hambre, contemplando todo como un mero espectáculo que distiende de las
patéticas luchas con los demás por mantener una posición en la oficina o por
aparentar mejor que se tiene una vida plena y feliz.
En el campo de la literatura y el cine distintas formas de control
social han sido recreadas sugestivamente, por ejemplo en “1984” de George
Orwell, “Un mundo feliz” de Aldous Huxley, o en el cine “The Matrix”, de los
hermanos Wachowski.
Pero ¿Qué se logra con el control social? ¿Acaso los ideales de la
libertad, la igualdad y la fraternidad? No precisamente, pues lo que se
consigue es que el carácter bestial de las masas no salga desordenadamente a
flote. El mundo recrea la imagen de un super panóptico, más allá de lo que pudo
haber imaginado Jeremías Bentham. Así, se canaliza la violencia y los deseos
más fundamentales del hombre hacia actividades banales como los espectáculos
deportivos, los programas de televisión, o el recorrido de espacios miserables
en internet.
Pero toda esta atmósfera de obnubilación de las masas ya no es
suficiente para contener la tormenta que ya se ha instalado. La degradación
ambiental y la posibilidad de una catástrofe nuclear que ponga en peligro la
supervivencia de la especie humana, son amenazas que obligan a replantear los
alcances de la educación, a ver la necesidad de que ella no sirva sólo para
tratar de ganar más dinero o mejorar el status social, sino también para hacer
que la vida en el planeta tierra y en medio de nuestras sociedades podridas sea
por lo menos una experiencia más tolerable. Esto no es mucho pedir, está de
acuerdo con nuestros errores, nuestras maldades y nuestras desgracias.
En última instancia, en medio de la debacle, debemos
aprender a ver al mundo caer. Si nuestra era es la del vacío, como apuntara Lipovetski,
debemos extremar homeopáticamente la dosis de esta amarga medicina, para comprender
la nada que nos sustenta, y que en un momento maravilloso nos regala el goce estético
del cosmos.
(Extracto de “En torno a un mundo gris.
Ensayo de filosofía social).
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