Los
griegos
Para los antiguos pensadores griegos en
general, el mal tenía que ver con la ignorancia, es decir, si un hombre era
malo, ello se debía a que desconocía el bien. El pensador más representativo de
esta postura fue sin lugar a dudas Sócrates, quien impulsó con sus ideas un
marcado “intelectualismo moral”. A su vez, con ciertas variantes, pero sin
alejarse mucho de esa misma tendencia, Platón y Aristóteles continuaron la
senda abierta por el ejemplar maestro.
A
pesar de esta postura, que como ya dijimos era generalizada entre griegos,
también habían voces dispares en relación a los límites del conocimiento, en
especial por parte de los sofistas que en ética proponían el convencionalismo y
como postura gnoseológica postulaban el escepticismo y el relativismo. La
fuente de esta limitación del conocimiento radicaba para los sofistas en la
fuerte influencia de los componentes irracionales de la vida humana sobre
aquello que conocemos.
El
cristianismo
Con
el advenimiento del cristianismo al panorama intelectual de occidente, el
problema del mal alcanzó una nueva orientación, ya no tenía que ver
principalmente con una imperfección del conocimiento, sino con una falta que
todo ser humano traía desde su mismo nacimiento, el “pecado original”. En esta
perspectiva no se llega al
saber supremo sobre mundo y la humanidad
a través del esfuerzo en el cultivo de la razón, sino mediante un regalo
otorgado por la divinidad. San Agustín hablaba de “iluminación”, graficando
elocuentemente la fuerte preponderancia
que posee el sentido de la vista en el ser humano. La fe ciega viene así a
constituirse en una especie de
contracara de la mera racionalidad, o en otras palabras, el voluntarismo, el
querer porque si, frente a la razón que expone motivos.
Para Agustín, y para el agustinismo en
general, el pecado original viene aparejado con consecuencias funestas para el
conocimiento, pues la condición corrompida de la naturaleza humana establece
limitaciones infranqueables para la razón. Ante esta situación viene en auxilio
la fe, que predispone al hombre a recibir la súbita revelación de Dios, que
traerá la claridad y el apaciguamiento de la mente atormentada.
El agustinismo, corriente espiritual que
parte a su vez de Platón, se difundirá a lo largo de toda la edad media a
través de importantes filósofos y teólogos,
para desembocar finalmente desde el siglo XIII en los pensadores
franciscanos y a principios de la edad moderna en la corriente protestante.
La
modernidad
A
través de un proceso de fortalecimiento de una razón autónoma y
secularizada, que se aceleró desde el
siglo XV, y que maduró con la ilustración del siglo XVIII, se da una conversión
en clave racionalista de los grandes problemas y respuestas de las líneas generales del pensamiento
medieval.
Uno de los principales ejemplos de este
proceso de secularización fue el sentido que fue adquiriendo el problema del
mal en el mundo. Así, frente a la idea de la providencia, como la guía de Dios
de los sucesos del mundo hacia la salvación final, la ilustración propone la
noción de progreso, como un despliegue en la sociedad de los principios de la
razón (en especial a través de la ciencia) hacia la plena realización de las
posibilidades humanas.
Como ejemplos notables de enfoques sobre el
problema del mal en la modernidad, tomemos a dos grandes pensadores sociales:
Tomas Hobbes y Jean-Jaques Rousseau. Hobbes consideraba que el hombre era malo
por naturaleza (siguiendo así en forma secularizada la postura defendida por el
protestantismo) por lo cual para hacer posible la convivencia social era
necesaria la existencia de un estado dictatorial, que Hobbes relacionó
simbólicamente con el Leviathan bíblico, un verdadero monstruo artificial. En
contrapartida, Rousseau sostenía que el hombre era innatamente bueno, y era la
sociedad la que estaba corrompida por haberse alejado de los caminos de la
naturaleza.
Una fuerte reacción a los afanes de eliminar
el mal a través de los esquemas de la razón lo constituyó el romanticismo (en
auge en el siglo XIX). Este movimiento espiritual sostenía la preeminencia del
sentimiento sobre la razón, de la nacionalidad sobre el cosmopolitismo
uniformizante, y la interpretación de la naturaleza como fuente de sabiduría y
de experiencias estéticas antes que como una burda ocasión para la ganancia.
Cuando la idea del genio romántico es
trasladada al campo político, surgen las deplorables formas del líder
autoritario que cree estar destinado a llevar a la patria al retorno a una
mítica edad de oro, en donde en el origen de los tiempos reinaba la suprema
perfección de la existencia humana. Como vemos, este tipo de posturas sigue
considerando que el mal se encuentra enraizado en la sociedad, y no en la misma
naturaleza humana, sólo que a diferencia de la ilustración y de la modernidad
en general, la salida de esta situación no se encuentra en el futuro, sino en
el retorno al origen, de la mano del mesías-genio de la patria.
El problema del mal en el mundo desemboca
finalmente en la “crisis de los fundamentos”, lo que nos puede llevar quizá a
una nueva comprensión de las ideologías que pretendían poseer las recetas
incuestionables para alcanzar una tierra sin mal.
(Extracto
y ampliación de “En torno a un mundo gris”.
Bibliografía:
-Garcia
Venturini, Jorge. Filosofía de la historia. Gredos, Madrid, 1972.
-Giner,
Salvador. Historia del pensamiento social. Ariel, Barcelona, 1966.
-León
Helman, Robert. De pie sobre el abismo. Interiora terrae, Asunción, 2012.
-Lyon,
David. Postmodernidad. Alianza, Madrid, 1996.
-Morin,
Edgar. El método 3. Catedra, Madrid, 1998.
-Navarro
Cordón-Calvo Martínez. Historia de la filosofía. Anaya, Madrid, 1992.
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