lunes, 17 de junio de 2013

EL ADMINISTRADOR (CUENTO)



 Numerosos libros estaban dispersos por la oscura habitación, del río subía un lóbrego viento,  que  refrescaba el semblante de Juan, sumido en la ardorosa búsqueda de una respuesta a sus cuestionamientos atormentadores. Levantó el rostro y observó hacia su amplio balcón, donde se dibujaba el crepúsculo asunceno, con la silueta del río que se perdía en la lejanía.  Juan susurraba en el silencio: La gran búsqueda, mi propia vida; soy soldado del infinito y mendigo de la inspiración, pero aun soy perro con el hocico hambriento; desconfío de mi mugre como de las bondades de los hombres; si, soy la naturaleza que camina y que se abre paso a través de ella misma; sagradas son mis alturas y escorias, mis lágrimas y risas, mis muertes, mis vidas...”.
Juan no paraba de escribir en su computador, las ideas rebosaban en su espíritu angustiado.
 Repentinamente todo se había hecho problemático en su vida, su cotidianeidad empezó a mostrarse endeble, al revelar la nada sobre la que estaba asentada. Ya hacía un año que había delegado todos sus negocios, antes de mandar al diablo al mundo.

Luego de unas horas de intenso trabajo sintió el timbre de su silencioso apartamento. Era Vicente, el amigo de Juan que tenía unos campos en Villarrica.
 Luego del desarrollo protocolar de la conversación, Vicente le comentó a Juan que tenía la oportunidad de hacer un buen negocio, pero que le hacía falta un socio, que no sólo aportara algo del imprescindible capital, sino también la presencia física para un control eficaz. Antes de despedirse Vicente le dijo: "Pensé en vos porque siempre me visitaste en mis campos, que ya son tuyos Juan, también por tu conocimiento de la vida, y porque ayer soñé que trabajabas en mi estancia. ¿Sabes qué? No creo mucho en los sueños, pero los respeto, por eso aunque sé que no vas a aceptar mi ofrecimiento vine a dártelo".
 Para la sorpresa de Vicente, Juan le pidió veinticuatro horas para tomar una decisión.

 Reflexionó todo el día, estaba decidido a aceptar la proposición de su amigo, pensaba que un contacto más cercano con la naturaleza le podía aliviar de sus constantes desdichas espirituales.
 Apenas amaneció, Juan hizo una llamada a Vicente, para confirmarle que aceptaba su proposición y que ese mismo día salía hacia Villarrica.

La ventanilla abierta del colectivo dejaba pasar la frescura del viento, mientras el paisaje se movilizaba, recorriendo bosques, cerros, campos, ranchos y cultivos. Juan pensaba en todo su pasado, reviviendo los vericuetos de su vida que parecían desembocar en su decisión de trasladarse al campo.
 Al llegar a la compañía guaireña, en un cruce de la ruta y un largo camino de arena, el colectivo paró.  Al bajarse, Juan sintió una suave brisa que parecía llegar hasta su misma interioridad. Miró a lo lejos, hacia los campos solitarios, donde las cabelleras de los numerosos cocoteros eran estiradas por el soplo del viento.  Empezó a caminar, se sentía en el paraíso, le parecía que todo estaba bien en el mundo, hasta el perro que salió a recibirlo con ladridos de uno de los ranchos vecinos.
 Luego de una caminata de cerca de dos kilómetros, Juan llegó a la estancia donde habría de quedarse. Al costado de la tranquera de acceso moraba un capataz, que ya había visto varias veces a Juan en sus acostumbradas visitas al lugar. Al verlo, lo saludó desde lejos, y caminó hacia él para abrirle el paso, mientras su perro se adelantaba lanzando unos cuantos ladridos que rápidamente fueron duramente reprimidos por el capataz. Juan pasó y se sentó bajo el alero de paja de la casa del guardia. Ya la noche había caído. En el campo la oscuridad estaba poblada de una sublime expresión, con colores en el cielo, con sonidos de ranas, grillos, gallos lejanos, y el triste urutaú.
 Luego de un momento ya la vieja moto del capataz arrancaba, y se dirigía hacia la estancia llevando a éste y a Juan por los intrincados caminos de arena del lugar. A lo lejos Juan vio la tenue iluminación de la estancia, en medio de la inmensidad de una noche cubierta de estrellas. Se entregaba al momento, a la experiencia de un gozo enorme que le producía el lugar. Luego de un momento paró el ronroneo de la moto, ya estaban en la estancia. Un profundo silencio habitaba el lugar, sólo interrumpido por el rumor del viento entre los ramajes de los árboles.
 El capataz fue a buscar enseguida a don Antonio, un hombre de edad que era el encargado de la estancia. Al momento volvieron el capataz y Don Antonio, Juan estaba concentrado admirando a las estrellas.
-Aquí tenemos a una poeta o a un científico –dijo don Antonio al llegar.
-Creo que sólo soy un amante de la sabiduría –dijo Juan sonriendo.
Don Antonio ya conocía de antes a Juan, pues siempre que visitaba el lugar intercambiaban comentarios sobre medicina, magia natural y sobre las tradiciones de la gente del campo. Don Antonio era propietario de unas diez hectáreas colindantes con la propiedad de Vicente, que lo había heredado de su padre, pero nunca las tocó, siempre se conformó con su vida humilde y en contacto cercano con la naturaleza. Aceptó venir a vivir a la estancia de Vicente, como quien puede vivir en cualquier parte, mientras este cerca de su bosque.
-Me comentaron que vas a administrar la estancia –dijo don Antonio.
-Si, creo que esto se presenta como mi destino –dijo Juan como tentando los comentarios de don Antonio.
- Sin lugar a dudas la naturaleza te llevará a tu destino –dijo don Antonio-, aunque tú no quieras; la vida es como una rueda que nunca para de girar, ella nos arrastra y nos enseña, pero debemos permanecer alertar para comprender su dinámica maravillosa.
-Es así –dijo Juan-, aunque no tenga muchos motivos económicos para trasladarme al campo, si tengo motivos espirituales, que me ayudan a comprender que esto es lo que debo hacer.
-El estar seguro de su destino le proporciona al hombre una profunda serenidad –dijo don Antonio-, esa es la auténtica señal de que uno está por el camino propio.
-Si –dijo Juan-, creo que estoy hablando contigo, contemplando esta noche pletórica de estrellas y entendiendo la revelación de la unidad de la naturaleza porque algo se está cumpliendo en mi.
-Todo es Uno –dijo don Antonio-, y por ello podemos reconciliarnos con nuestro pasado, y consagrarlo como nuestro propio destino.

Así conversaron durante largas horas, hasta que a ambos les llegó el sueño. Antes de dormir, Juan se quedo mirando unos minutos el lejano horizonte estrellado, mientras se decía a sí mismo: "Todo es Uno, mi vida toda, mis dolores y el gozo indescriptible del espíritu".

Fin.

(Extracto y modificación de “El problema del sueño. Colección de cuentos”).

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