Numerosos
libros estaban dispersos por la oscura habitación, del río subía un lóbrego
viento, que refrescaba el semblante de Juan, sumido en la
ardorosa búsqueda de una respuesta a sus cuestionamientos atormentadores.
Levantó el rostro y observó hacia su amplio balcón, donde se dibujaba el
crepúsculo asunceno, con la silueta del río que se perdía en la lejanía. Juan susurraba en el silencio: “La gran búsqueda, mi propia vida; soy
soldado del infinito y mendigo de la inspiración, pero aun soy perro con el
hocico hambriento; desconfío de mi mugre como de las bondades de los hombres;
si, soy la naturaleza que camina y que se abre paso a través de ella misma;
sagradas son mis alturas y escorias, mis lágrimas y risas, mis muertes, mis vidas...”.
Juan no paraba de escribir en su computador, las ideas
rebosaban en su espíritu angustiado.
Repentinamente
todo se había hecho problemático en su vida, su cotidianeidad empezó a
mostrarse endeble, al revelar la nada sobre la que estaba asentada. Ya hacía un
año que había delegado todos sus negocios, antes de mandar al diablo al mundo.
Luego de unas horas de intenso trabajo sintió el
timbre de su silencioso apartamento. Era Vicente, el amigo de Juan que tenía
unos campos en Villarrica.
Luego del desarrollo
protocolar de la conversación, Vicente le comentó a Juan que tenía la
oportunidad de hacer un buen negocio, pero que le hacía falta un socio, que no
sólo aportara algo del imprescindible capital, sino también la presencia física
para un control eficaz. Antes de despedirse Vicente le dijo: "Pensé en vos porque siempre me visitaste en
mis campos, que ya son tuyos Juan, también por tu conocimiento de la vida, y porque ayer soñé que trabajabas en mi
estancia. ¿Sabes qué? No creo mucho en los sueños, pero los respeto, por eso
aunque sé que no vas a aceptar mi ofrecimiento vine a dártelo".
Para la sorpresa
de Vicente, Juan le pidió veinticuatro horas para tomar una decisión.
Reflexionó todo
el día, estaba decidido a aceptar la proposición de su amigo, pensaba que un
contacto más cercano con la naturaleza le podía aliviar de sus constantes
desdichas espirituales.
Apenas
amaneció, Juan hizo una llamada a Vicente, para confirmarle que aceptaba su
proposición y que ese mismo día salía hacia Villarrica.
La ventanilla abierta del colectivo dejaba pasar la
frescura del viento, mientras el paisaje se movilizaba, recorriendo bosques,
cerros, campos, ranchos y cultivos. Juan pensaba en todo su pasado, reviviendo
los vericuetos de su vida que parecían desembocar en su decisión de trasladarse
al campo.
Al llegar a la
compañía guaireña, en un cruce de la ruta y un largo camino de arena, el
colectivo paró. Al bajarse, Juan sintió
una suave brisa que parecía llegar hasta su misma interioridad. Miró a lo
lejos, hacia los campos solitarios, donde las cabelleras de los numerosos
cocoteros eran estiradas por el soplo del viento. Empezó a caminar, se sentía en el paraíso, le
parecía que todo estaba bien en el mundo, hasta el perro que salió a recibirlo
con ladridos de uno de los ranchos vecinos.
Luego de una
caminata de cerca de dos kilómetros, Juan llegó a la estancia donde habría de
quedarse. Al costado de la tranquera de acceso moraba un capataz, que ya había
visto varias veces a Juan en sus acostumbradas visitas al lugar. Al verlo, lo
saludó desde lejos, y caminó hacia él para abrirle el paso, mientras su perro
se adelantaba lanzando unos cuantos ladridos que rápidamente fueron duramente
reprimidos por el capataz. Juan pasó y se sentó bajo el alero de paja de la casa
del guardia. Ya la noche había caído. En el campo la oscuridad estaba poblada
de una sublime expresión, con colores en el cielo, con sonidos de ranas,
grillos, gallos lejanos, y el triste urutaú.
Luego de un
momento ya la vieja moto del capataz arrancaba, y se dirigía hacia la estancia llevando
a éste y a Juan por los intrincados caminos de arena del lugar. A lo lejos Juan
vio la tenue iluminación de la estancia, en medio de la inmensidad de una noche
cubierta de estrellas. Se entregaba al momento, a la experiencia de un gozo
enorme que le producía el lugar. Luego de un momento paró el ronroneo de la
moto, ya estaban en la estancia. Un profundo silencio habitaba el lugar, sólo
interrumpido por el rumor del viento entre los ramajes de los árboles.
El capataz fue
a buscar enseguida a don Antonio, un hombre de edad que era el encargado de la
estancia. Al momento volvieron el capataz y Don Antonio, Juan estaba
concentrado admirando a las estrellas.
-Aquí tenemos a una poeta o a un científico –dijo don
Antonio al llegar.
-Creo que sólo soy un amante de la sabiduría –dijo
Juan sonriendo.
Don Antonio ya conocía de antes a Juan, pues siempre
que visitaba el lugar intercambiaban comentarios sobre medicina, magia natural
y sobre las tradiciones de la gente del campo. Don Antonio era propietario de
unas diez hectáreas colindantes con la propiedad de Vicente, que lo había
heredado de su padre, pero nunca las tocó, siempre se conformó con su vida
humilde y en contacto cercano con la naturaleza. Aceptó venir a vivir a la
estancia de Vicente, como quien puede vivir en cualquier parte, mientras este
cerca de su bosque.
-Me comentaron que vas a administrar la estancia –dijo
don Antonio.
-Si, creo que esto se presenta como mi destino –dijo
Juan como tentando los comentarios de don Antonio.
- Sin lugar a dudas la naturaleza te llevará a tu
destino –dijo don Antonio-, aunque tú no quieras; la vida es como una rueda que
nunca para de girar, ella nos arrastra y nos enseña, pero debemos permanecer
alertar para comprender su dinámica maravillosa.
-Es así –dijo Juan-, aunque no tenga muchos motivos
económicos para trasladarme al campo, si tengo motivos espirituales, que me
ayudan a comprender que esto es lo que debo hacer.
-El estar seguro de su destino le proporciona al
hombre una profunda serenidad –dijo don Antonio-, esa es la auténtica señal de
que uno está por el camino propio.
-Si –dijo Juan-, creo que estoy hablando contigo,
contemplando esta noche pletórica de estrellas y entendiendo la revelación de
la unidad de la naturaleza porque algo se está cumpliendo en mi.
-Todo es Uno –dijo don Antonio-, y por ello podemos
reconciliarnos con nuestro pasado, y consagrarlo como nuestro propio destino.
Así conversaron durante largas horas, hasta que a
ambos les llegó el sueño. Antes de dormir, Juan se quedo mirando unos minutos
el lejano horizonte estrellado, mientras se decía a sí mismo: "Todo es
Uno, mi vida toda, mis dolores y el gozo indescriptible del espíritu".
Fin.
(Extracto
y modificación de “El problema del sueño. Colección de cuentos”).
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