La noche de
hondura abismal penetraba el silencio de la habitación, cubriendo de sombras
estantes de libros, muebles, cuadros, y el cuerpo de un hombre inclinado hacia
la luz de su pequeña lámpara. ¿Qué buscaba Juan en aquella lóbrega noche sin
tiempo? Quizá buscaba la respuesta a la pregunta aun no planteada, buscaba el
misterio que llena las cosas, o la infinita sed de todo lo que respira. Juan se
decía a sí mismo: “Debo librarme de esta miseria que me acongoja, que debilita
mi cuerpo y que lastima mi mente”.
Leía con avidez, con un profundo deseo de saber
la “verdad”. Se decía a sí mismo: “¿La verdad? ¿no será la verdad un mero
invento como decía Nietzsche? ¿no seré yo buscando la verdad una especie de
rata que hace girar y girar su ruedita para obtener un miserable bocado? Ah,
debo estar loco, debería estar persiguiendo bellas mujeres o el imprescindible
dinero como los demás. ¿Qué me está pasando? ¿qué hice mal en mi vida?”.
Juan salió un momento al balcón, las calles
del centro de Asunción estaban desiertas, pensaba: “Al amanecer estas calles se
llenarán de la muchedumbre afanosa, el deseo y el ruido serán el alma de esta
ciudad podrida”. Se adentró de nuevo a la habitación, se dijo a sí mismo:
“Quizá esta ciudad inmunda me esté enfermando el alma, debería abandonarla,
retirarme al campo y respirar mejor”.
A la semana siguiente Juan delegó todas sus
responsabilidades, juntó todos sus ahorros y le habló a un amigo de Villarrica
que estaba dispuesto a recibirlo en su granja como socio inversionista. Así, en
un día lluvioso partió hacia Villarrica, llevando consigo todas sus penas y
todas sus preguntas sin respuestas. Mientras viajaba, miraba plácidamente el
paisaje de campos y serranías y se decía a sí mismo: “La ciudad nos ha
traicionado, nos ha prometido la plenitud y la libertad, pero sólo nos ha llenado
de cadenas y nos ha embotado los sentidos con basura”.
Al bajar del colectivo una fresca brisa
acarició la frente de Juan; miró como se perdía lentamente el colectivo por el
horizonte pintado de matices rojizos y azulados. Se orientó hacia el este, la
inmensidad del Ybytyrusu se elevaba desde la espesa capa de bosques
oscurecidos. A un costado de la ruta ya estaba su amigo Vicente esperándolo en
una camioneta.
El automóvil se abría paso por los caminos de
arena como una luciérnaga en la noche. A medida que se internaban en la
espesura de aquellos campos boscosos, Juan experimentaba la frescura del lugar, a
la par que un gozo espiritual que le daba la certeza de que no se había
equivocado al venir.
Al llegar, se sentaron frente a un rancho de
la estancia, abrieron una botella de vino,y conversaron mientras observaban la
lejanía de los campos bajo el cielo iluminado.
- ¿Cómo te
decidiste a venir? –preguntó Vicente
- Estaba
cansado, enfermo, la ciudad me tenía preso –dijo Juan
- ¿Qué
enfermedad tenías? –preguntó Vicente
- Aun estoy
enfermo espiritualmente, pero creo que
el campo me va a devolver la salud –dijo Juan
- ¿Por qué?
–preguntó Vicente
- El campo
es el espacio de la vida; la ciudad, el espacio de la muerte –dijo Juan
- ¿Porqué la
ciudad se relaciona con la muerte? –preguntó Vicente
- La ciudad
es la expresión de la inteligencia separada completamente de la percepción
–dijo Juan-, en la ciudad ya no se contempla a la naturaleza, se vive como en
un mundo virtual, en medio de una cotidianeidad llena de los efectos de las
tecnologías de la comunicación, de las seducciones del consumismo, en fin, de
afanes absurdos.
- ¿Por qué
piensas que la tecnología y el consumismo nos enferman? –preguntó Vicente
- Pienso que
al hombre-masa no le afecta –dijo Juan-, pues está conforme con la sociedad
establecida, pero al hombre sensible lo perturba, porque le impide ver su
destino con claridad, le impide a su vez escuchar su llamado, la vocación que
corresponde a cada uno.
Vicente asintió, satisfecho con las palabras
de su amigo, y dijo:
- Quizá tu
destino sea ver al médico de la zona, un estudioso de la naturaleza, lo conocí
cuando fui a consultarle por un problema estomacal, es un médico excéntrico, me
habló también, como tú, de las diferencias entre la ciudad y el campo, apuesto
a que te quita tus inquietudes.
- No creo
que nadie pueda curarme –dijo Juan-, a no ser yo mismo, ¿pero porqué no conocer
a tal estudioso? Tal vez podamos aprender algo de él.
- Mañana lo
visitaremos –dijo Vicente asintiendo.
Luego de un
momento Vicente se retiró a dormir, no sin antes indicarle a Juan la habitación
reservada para él.
Juan quedó a contemplar las estrellas, que
brillaban en un largo cause que se perdía cerca de las oscurecidas cumbres del
Ybytyrusu. Se decía a sí mismo: “He
vivido todo mi pasado para llegar hasta aquí, todo momento es una cumbre”.
Al día
siguiente Vicente y Juan ya estaban recorriendo el largo camino cubierto de
altos eucaliptos que conducía a la casa del médico. Al llegar, un hombre les
hizo pasar a un amplio corredor, rodeado por un colorido jardín. Se sentaron y
al momento vieron que se abría una puerta, era el médico que acompañaba a un
paciente que hablaba animadamente.
Al retirarse el paciente, el médico les invitó
a pasar. Era Sebastián Sosa un hombre de pelo blanco, y de una nutrida barba
grisácea, su mirada era penetrante y serena, tenía una frente amplia, era de
estatura mediana. La habitación que el doctor Sosa utilizaba como consultorio
estaba cubierta de numerosos libros. Mientras se sentaban, Juan trato de leer algunos de
los títulos. El doctor Sosa comentó:
-El sesenta
por ciento de estos libros no son de medicina, sino de Sociología, Psicología
y Filosofía.
-¿Gusta de
la filosofía? –preguntó Juan
- Ah, si
–dijo el doctor Sosa-, creo que es mi auténtica vocación, la medicina no ha
sido para mí más que un medio de subsistencia, un afán juvenil que pronto se
enfrió; en cambio la filosofía siempre ha todo para mí.
Luego de un momento de conversación, el doctor
Sosa preguntó cuál era el motivo de la visita, si alguno de los dos poseía
algún malestar. Juan se limito a responder:
- Yo creo
que estoy enfermo del mal de las ciudades.
- ¿El mal de
las ciudades? Interesante enfermedad –dijo el doctor Sosa-, supongo que te
duele el alma y el cuerpo.
- No doctor
Sosa –dijo Juan-, no me duele nada, la enfermedad de las ciudades no es más que cercanía al
abismo, la conciencia de la nada del mundo.
- Es la
angustia –dijo el doctor Sosa-, la única manera occidental de convivir con ella
es la filosofía, la manera oriental es la meditación, la religión de occidente
se ha convertido en puro formalismo.
- Estoy de
acuerdo con usted –dijo Juan-, ¿donde encuentro a la filosofía por aquí?
- En ti
mismo –dijo el doctor Sosa-, también la puedes encontrar en mis peñas de los
domingos, en donde conversamos de filosofía y de arte con un grupo de
estudiantes y profesores de filosofía; o puedes venir a visitarme entre semana,
cuando cae la tarde, me encantaría que leas mi libro y que me des tus impresiones.
Al momento el doctor Sosa extrajo de uno de
sus cajones un libro, cuyo título decía “Pensamientos fundamentales de los
grandes filósofos”. Juan le dijo al doctor Sosa que le gustaría pasar por las
tardes.
Siempre que
tenía la oportunidad Juan llegaba durante la tarde a la casa del doctor Sosa. En una de esos
encuentros Juan le hizo al médico una pregunta que durante muchas noches no le
había dejado dormir, ¿Cuál es la manera más inteligente de vivir?
-Es de una
enorme importancia la pregunta que me acabas de hacer –le dijo el doctor Sosa-,
creo que un hombre que pretende alcanzar la sabiduría debe reflexionar cada día
sobre los principios que le permitirán vivir lo más inteligentemente posible su
vida. Pero debemos tener en claro que las normas que sigamos deberán estar
fundadas en una jerarquía de valores, que a su vez estará fundamentada en una
antropología, que a su vez estará en dependencia de una metafísica, ya sea de
carácter débil, como postulan los pensadores postmodernos, o de carácter fuerte
como sostiene la filosofía tradicional.
Tratemos entonces de enumerar cada una de las
reglas que nos parezcan importantes:
Primera regla: “buscar la disminución del dolor antes
que el placer”. Esto debe entenderse a partir de la consideración del
placer como un fenómeno meramente negativo, frente a lo inmediato y positivo
del dolor. El hombre no es más que un cúmulo de mil necesidades; por cada
necesidad satisfecha hay diez que no han sido atendidas; a su vez, por cada una
de esas satisfacciones renace en nosotros la esperanza de alcanzar la
felicidad, pero lo único que logramos es disminuir algo la sed infinita que
sentimos en el desierto de la vida.
Segunda
regla: “La gravedad del inconveniente que acongoja a un hombre nos revela el
grado de bienestar que posee”. Así,
el malestar es tan inevitable que por pequeño que sea sabrá hincharse hasta
alcanzar enormes proporciones, y así ocupar la atención inmediata.
Tercera regla:
“Es necesario establecer un plan reducido de vida”. Esto es, concentrar nuestras atenciones fundamentalmente hacia el cultivo
del espíritu antes que hacia el logro de bienes materiales.
Cuarta regla:
“Es necesario establecer un auto-estudio”. Para ello
es preciso tener en cuenta algunos criterios clásicos de tipología psicológica.
Así, tenemos tres tipos fundamentales, el tipo de nutrición, el tipo motor, y
el tipo cerebral. Cada uno de ellos está concentrado en la búsqueda de aquellos
goces o placeres que mejor se compaginan con su estructura
fisiológico-espiritual. Así, el tipo de nutrición buscará principalmente los
goces de los sentidos, como los de la comida, la bebida, el sexo, etc; el tipo
motor estará inclinado los goces del movimiento, como los deportes, los viajes,
los paseos, etc; mientras que el tipo cerebral se desvivirá por los placeres
espirituales, como la contemplación, el pensamiento, la creatividad artística,
etc.
No podemos sostener que necesariamente uno
de los tipos sea mejor que los demás, puesto que la complejidad de nuestro
mundo hace necesario un trabajo y un conocimiento que conjugue a todas las
capacidades humanas para el bien de la humanidad toda. Para ello contribuirán
el hombre fuerte, el sentimental, así como el pensante.
Quinta
regla: “Es necesario establecer una proporción adecuada entre la atención que
prestamos tanto al presente como al
porvenir”. Los que prestan demasiada atención el presente son las personas
frívolas, que piensan que la vida está hecha para vivirla, para gozar de ella
tanto como se pueda, desoyendo los preceptos de los más grandes sabios de todos
los tiempos, que recomiendan la prudencia y la circunspección constante.
Sexta regla:
“Restringir nuestros dominios tanto sociales como espirituales”. Cuando más vasto es el círculo en el cual nos desenvolvemos más es
estimulada la voluntad individual, o en otras palabras, el ego, y ello trae
aparejado consigo más deseos, malestares, e inquietudes. En relación con esto podemos entender porque
la vida es más bella durante la niñez, donde las relaciones sociales son
mínimas y el espacio físico se reduce principalmente al hogar. En la juventud
los contactos sociales se amplían, a la vez que nace la preocupación por la
apariencia exterior, la ropa, la belleza física, etc. El inconveniente que trae
el cumplimiento de esta regla es que
abre paso al tedio, frente al cual la única auténtica medicina es la actividad
espiritual, propia del hombre cultivado.
Séptima
Regla: “Lo que ocupa la conciencia determina el bienestar”. Todo trabajo
espiritual es una fuente de gozo constante; en cambio el trabajo cotidiano es
una sucesión constante de malestares y esperanzas. La actividad exterior es
fuente de distracciones, aleja de la tranquilidad y el recogimiento que exige
la labor intelectual.
Octava
Regla: “Es necesario retornar muchas veces a nuestros recuerdos para cosechar
las enseñanzas que nos deja la vida”.
La experiencia es como un gran libro al que debemos someter a reflexión
continuamente. Mucha experiencia acompañada de poca reflexión es como una obra
literaria que difícilmente pueda ser entendida sin las notas a pie de página.
Mucha reflexión, pero acompañada de poca experiencia es como un libro de poco
texto, pero con un exceso de notas, que hace difícil su comprensión.
Novena Regla: “Bastarse a sí mismo”. Quizá la principal fuente de malestar este en el contacto con las masas,
que exige una acomodación espiritual recíproca que implica la renuncia a sí
mismo por parte del hombre de riqueza intelectual. Las grandes
fiestas, la algarabía social, lo único que nos deja es el hastío, del que otra
vez huimos vanamente buscando más contacto social. La libertad, esa palabra
central en los pensamientos de los más grandes filósofos, sólo puede lograrse
en la soledad. La cercanía, frecuencia, y confianza en las relaciones sociales está
en una relación inversa a la riqueza espiritual.
Décima Regla: “La envidia es natural al hombre”. Es necesario evitar la inclinación a este sentimiento por las
repercusiones negativas que tiene sobre la serenidad del espíritu. En los
momentos de flaqueza espiritual, en contrapartida, el mejor remedio no es
fijarnos en aquellas personas afortunadas o en situaciones que nos parecen
deseables, sino en personas que se encuentran en peores condiciones que
nosotros, o en situaciones más embarazosas.
Podemos decir que tres pueden ser los tipos de
envidia, la envidia por la sangre (o por la pertenencia a una nobleza social), la envidia por el
dinero, y la envidia por el genio o la riqueza espiritual. A estos tres tipos
de envidia se corresponden tres tipos de aristocracia, la de la sangre, la del
dinero, y la del espíritu. De las tres, sin lugar a dudas la última es la más
elevada.
Décimo
primera regla: “Antes de tomar una decisión en el ámbito que fuere, es
necesario someter el problema a un
análisis riguroso”. Esto en particular, considerando las limitaciones del
conocimiento humano, y la fuerte influencia del azar en el mundo. Por tal
motivo, en las cuestiones importantes, si no existe una necesidad imperiosa de
cambio es preferible mantener las cosas como están, tal como dice el dicho latino:
“quieta non movere”, no mover lo que esta quieto. Sin embargo, una vez tomada
la decisión, la acción debe realizarse con firmeza, considerando que se ha
reflexionado lo suficiente sobre el problema. En ocasiones puede que nos
lamentemos por las decisiones tomadas, mas ello puede encontrar cura en la
consideración de que todas las empresas humanas se encuentran sometidas al
azar, tal como lo sostenían los epicúreos; o de lo contrario, puede
considerarse, tal como lo hacían los estoicos, que en la vida todo ocurre
necesariamente. Toda medicina es válida cuando de lo que se trata es lograr la
serenidad interior.
Duodécima
Regla: “Considerar que en el mundo todo ocurre necesariamente”. Esta enseñanza se relaciona con las ideas de los estoicos, así como también
podemos relacionarla con Spinoza o Schopenhauer. Cuando frente a un hecho
sucedido ya, nos imaginamos que hubiera podido ser de otro modo, podemos
ganarnos innecesariamente un molestoso tormento, que no nos dejará poner el
pensamiento en calma. Pero esta regla no debería hacernos olvidar que muchos de
nuestros inconvenientes diarios tienen que ver con nuestros propios errores o
negligencias, por lo cual deberían servirnos de motivos para la enmienda de
nuestros actos.
Décimo Tercera Regla: “En la consideración de lo que
hace a nuestro bienestar o desgracia debemos dejar de lado la imaginación”.
El peligro de formar castillos en el aire es la posibilidad de que en cualquier
momento se derrumben, llevando tras de sí la serenidad interior. Debemos procurar
no auto atormentarnos pensando constantemente desgracias que no tienen
presencia real. Sin embargo, hay que considerar que en un mundo lleno de
necesidades, de azar y de error, hay que prepararse prudentemente para afrontar
tales circunstancias, y comprender que con ellas llega una oportunidad de
auto-enmienda, por más fatal que pueda parecer el acontecimiento.
Décimo Cuarta Regla: “Cuando nos incomoda algún deseo,
no debemos concentrar la imaginación en ello, sino en cómo reaccionaríamos si
nos faltara lo que ya poseemos”. Así, podemos hacernos una
simple pregunta: ¿Qué valor le daríamos a lo que poseemos si es que lo
perdiéramos? Luego de este simple ejercicio, los nuevos valores de lo que
poseemos nos permitirán preocuparnos por su mantenimiento antes que por su
aumento.
Décimo Quinta Regla: “Cada problema debe ser bien
delimitado, sin que los vaivenes de los estados de ánimos influyan en el abordaje de
los mismos”. En tal sentido, hay que guardarse de introducir los efectos de
nuestros problemas personales en nuestros problemas de negocios, por tomar un
ejemplo común.
Décimo Sexta Regla: “Poner rienda a los deseos, la
codicia, la cólera”. Consideremos que las capacidades que el individuo
tiene en la vida son limitadas en una vida que pasa como un suspiro, en cambio
los males lo rodean por todas partes y a todas horas. En relación con esto no
estaría de más citar el conocido lema estoico: “abstine et sustine”, abstenerse
y aguantar.
Décimo Séptima Regla: “Considerar la vida como un
movimiento constante”. En relación con ello podemos decir que el
pensamiento de Aristóteles es un intento constante de explicar el movimiento en
todos los ámbitos de la realidad. Así como nuestro cuerpo físico se halla en un
movimiento constante, ya sea de los nutrientes, ya sea de los impulsos
nerviosos, la mente necesita una ocupación constante, un propósito al cual
dedicar sus esfuerzos para no caer en el aburrimiento. Una muestra de que el
hombre necesita constantemente estar en movimiento es la costumbre de muchas
personas que no tienen en que ocupar la mente, de ponerse a tamborilear con los
dedos a lo que tenga a mano. De acuerdo al temperamento y al carácter de cada
uno se deben elegir las ocupaciones que ofrezcan la mayor satisfacción y
posibilidad de realización. Si nos valemos de algunas consideraciones,
ajustando algunos términos, podemos decir que existen diferentes tipos de
hombres con diferentes tipos de bienes, y esto considerando, que el tipo de
hombre superior es aquel cuyo bien corresponde a la actividad intelectual o
contemplativa.
Décimo Octava Regla: “Nociones claramente concebidas
son las que deben guiar cada uno de nuestros actos”. Principalmente en la
juventud, es cuando el hombre deposita sus planes de felicidad en las
interminables imágenes agradables que se le presentan. Frente a tales imágenes
no existe nada mejor que oponerles fríos razonamientos, que devuelvan al
pensamiento hacia las condiciones esenciales de una vida llena de tormentos.
Décimo
Novena Regla: “Hay que dominar la impresión de lo que se presenta como
inmediato”. Lo que es visible, presente ante los sentidos, se presenta con
más fuerza que el pensamiento, que actúa siempre en forma mediada. En tal
sentido, el auto dominio manifestado por un individuo frente a situaciones
conflictivas, es señal de una mente cultivada y atenta.
Vigésima
Regla: “El cuidado de la salud corporal”. Muchas son las veces que el
hombre de las ciudades sacrifica su salud (corporal y espiritual) por la
obtención de dinero o figuración social. El cambio de esta actitud es el primer
paso que debe ser tomado para el cultivo de nuestra salud integral.
Comencemos
hablando de la importancia para nuestra salud del “aire puro”. El aire puro es el primer alimento y la primera
medicina para el cuerpo. De esto se desprende que deberíamos tratar de pasar
cierto tiempo en contacto cercano con la naturaleza, por ejemplo, pasar un día
de campo por lo menos una vez al mes, excursionar por los bosques, o paseos por
los cerros; y si no es posible, por lo menos caminar por los parques, o al
costado de arroyos o ríos. Siempre debe respirarse por la nariz y no por la
boca, pues sólo a través de este primer conducto el aire entra purificado. Es
recomendable respirar profundamente al amanecer, en el patio, en el caso en que
vivamos en las ciudades, o mucho mejor, en el campo.
En cuanto a la “alimentación”, mucho se ha hablado por parte de los naturistas de
la conveniencia de una dieta vegetariana, pero antes me inclino por sostener
que lo necesario es una buena digestión de los alimentos escogidos, que se
manifiesta de manera clara en la consistencia de la materia fecal. Sin una
buena digestión, el alimento más bueno y natural puede producir una
desagradable intoxicación.
Entre las sustancias que nutren nuestro
cuerpo, unas de las principales es el “agua”.
El agua no tiene solamente la virtud de nutrir, sino también de purificar el
cuerpo; así, el agua limpia tanto el exterior como el interior del cuerpo.
Cuando se tienen indigestiones, la mejor manera de hacerla pasar es tomando
pequeños sorbos de agua durante todo el día. Cuando una persona se siente muy
agitada lo primero que se debe hacer es darle un vaso de agua para
tranquilizarla. En el Paraguay la bebida más folclórica y popular es el tereré,
no está por demás decir, que gran parte de la salud que posee el campesino
paraguayo se lo debe al tereré.
Otra norma de salud importante es mantener la “limpieza” en todo. Ya hablamos de la
importancia del agua para la limpieza tanto interior como exterior del cuerpo.
Es necesario a su vez, mantener limpio los lugares en donde pasamos la mayor
parte del día. Sin lugar a dudas, en medio de este afán debemos lidiar siempre
con el inevitable inconveniente de vivir en ciudades contaminadas por gases
tóxicos y ruidos molestos.
Otra norma, debemos “evitar los desbordes de estados afectivos”. Estos desbordes tienen
fuerte impacto en todo el sistema neuro-endócrino, situación que explica
cualquier tipo de desequilibrio orgánico. Los distintos tipos de afecciones
(emociones, sentimientos, pasiones) deben ser puestos a raya para sustentar la
salud orgánica, y para ello, nada mejor que seguir las normas que ya hemos
apuntado.
También debemos considerar los “ejercicios físicos moderados”,
imprescindibles para mantener la salud. Por ejemplo, las caminatas al aire
libre, pueden ser consideradas como el mejor ejercicio.
Por último, debemos aludir al “descanso”. Durante el sueño tanto el
cuerpo como la mente encuentran un sano alimento y remedio. De ser posible
debemos dormir con las ventanas abiertas, para que el aire circule libremente
por la habitación, pero eso si, evitar las correntadas.
En fin,
reconozco que estas reglas que te he dado no son fáciles de seguir, pero creo
que pueden contribuir a hacer algo más habitable este complejo mundo en el que
nos toca vivir”.
Luego de
numerosas charlas con el Doctor Sosa, Juan volvió a las ruidosas y agitadas
urbes, reaprendió a vivir entre la ciudad y el campo, entre la razón y el
sentimiento, entre la vida y la muerte.
Fin.
(Extracto de "El problema del sue
ño. Colección de cuentos")