El mal no constituye sólo un
problema religioso o teológico, puesto que se relaciona con el intento de
disminuir el sufrimiento y los infortunios tanto de los individuos aislados
como de las sociedades todas. El problema ha tomado distintos matices a lo largo
de la historia, manteniendo no obstante una línea teórica que conecta a cada
estadio de su desarrollo.
Los
griegos
Para los antiguos pensadores griegos en general, el mal tenía que ver
con la ignorancia, es decir, si un hombre era malo, ello se debía a que
desconocía el bien. El pensador más representativo de esta postura fue sin
lugar a dudas Sócrates, quien impulsó con sus ideas un marcado “intelectualismo
moral”. A su vez, con ciertas variantes, pero sin alejarse mucho de esa misma
tendencia, Platón y Aristóteles continuaron la senda abierta por el ejemplar
maestro.
Frente a esta orientación, que como ya dijimos era generalizada entre
griegos, también habían voces dispares en relación a los límites del
conocimiento, en especial por parte de los sofistas que en ética proponían el
convencionalismo y como postura gnoseológica postulaban el escepticismo y el
relativismo. La fuente de esta limitación del conocimiento radicaba para los
sofistas en la fuerte influencia de los componentes irracionales de la vida
humana sobre aquello que conocemos.
La crisis del mundo antiguo en el periodo helenístico-romano
implicó un quiebre radical en la fusión que existía entre el individuo y la ciudades-estado,
pues estos último dejaron de ser los garante de la felicidad humana al ser avasallados
por las campañas imperialistas, primero de Alejandro Magno y luego de los romanos.
Esto convirtió a la sociedad en un grotesco escenario del mal, frente al cual lo
único que restaba era el retiro a la vida interior. Las grandes doctrinas morales
de este tiempo, las de los estoicos y epicúreos, son expresiones clima espiritual
que entonces se experimentaba.
El
cristianismo
Con el advenimiento del cristianismo
al panorama intelectual de occidente, el problema del mal alcanzó un nuevo
direccionamiento, ya no tenía que ver principalmente con una imperfección del
conocimiento, sino con una falta que todo ser humano traía desde su mismo
nacimiento, el “pecado original”. En esta perspectiva no se
llega al saber supremo sobre
mundo y la humanidad a través del
esfuerzo en el cultivo de la razón, sino mediante un regalo otorgado por la
divinidad. San Agustín hablaba de “iluminación”, graficando elocuentemente la fuerte preponderancia que posee el sentido
de la vista en el ser humano. La fe ciega viene así a constituirse en una especie de contracara de la mera
racionalidad, o en otras palabras, el voluntarismo, el querer porque si, frente
a la razón que expone motivos.
Para Agustín, y para el agustinismo en general, el pecado original viene
aparejado con consecuencias funestas para el conocimiento, pues la condición
corrompida de la naturaleza humana establece limitaciones infranqueables para
la razón. Ante esta situación viene en auxilio la fe, que predispone al hombre
a recibir la súbita revelación de Dios, que traerá la claridad y el
apaciguamiento de la mente atormentada.
El agustinismo, corriente espiritual que parte a su vez de Platón, se
difundirá a lo largo de toda la edad media a través de importantes filósofos y
teólogos, para desembocar finalmente
desde el siglo XIII en los pensadores franciscanos y a principios de la edad
moderna en la corriente protestante.
En el siglo XIV se registra una singular crisis de los alcances de la
razón, para conocer no sólo al hombre y al mundo, sino al mismo Dios. Exponentes
de esta situación de incertidumbre del conocimiento racional serán los
pensadores franciscanos Dans Escoto y Guillermo de Ockam. Como reacción no se
tendrán sólo la resignación y el escepticismo, sino motivaciones intensificadas
para recorrer el camino de la mística, que ofrece la unión con la divinidad,
trascendiendo las limitaciones del entendimiento. El maestro Eckardt es uno de
los ejemplos más conocidos de este tipo de posturas.
El
modernismo
A través de un proceso de
fortalecimiento de una razón autónoma y secularizada, que se aceleró desde el siglo XV, y que maduró
con la ilustración del siglo XVIII, se da una conversión en clave racionalista
de los grandes problemas y respuestas de
las líneas generales del pensamiento medieval.
Uno de los principales ejemplos de este proceso de secularización fue el
sentido que fue adquiriendo el problema del mal en el mundo. Así, frente a la
idea de la providencia, como la guía de Dios de los sucesos del mundo hacia la
salvación final, la ilustración propone la noción de progreso, como un
despliegue en la sociedad de los principios de la razón (en especial a través
de la ciencia) hacia la plena realización de las posibilidades humanas.
Como ejemplos notables de enfoques sobre el problema del mal en la
modernidad, tomemos a dos grandes pensadores sociales: Tomas Hobbes y
Jean-Jaques Rousseau.
Hobbes consideraba que el hombre era malo por naturaleza (siguiendo así
en forma secularizada la postura defendida por el protestantismo) por lo cual
para hacer posible la convivencia social era necesaria la existencia de un
estado dictatorial, que Hobbes relacionó simbólicamente con el Leviathan
bíblico, un verdadero monstruo artificial.
En contrapartida, Rousseau sostenía que el hombre era innatamente bueno,
y era la sociedad la que estaba corrompida por haberse alejado de los caminos
de la naturaleza. Este pensador suizo fue uno de los primeros en plantear una
crítica a los supuestos progresos del mundo moderno, que no se compadecían con los
avances en el campo moral y social. Con estas posturas, Rousseau se constituyó
en un peculiar precursor del pensamiento romántico que florecerá en occidente en
la primera mitad del siglo XIX. Esto se
refleja de manera notable en sus ideas sobre la educación. Su conocida obra “El
Emilio” relata el proceso formativo de un niño que ha sido aislado de la
sociedad (tan criticada por Rousseau) para vivir en contacto cercano con la
naturaleza, acompañado únicamente por su filosófico tutor.
En líneas generales se piensa que el idealismo alemán constituye la
vertiente teórica de la revolución francesa, opinión que podemos decir se
cumple en forma más plena en Friedrich Hegel, para quien el despliegue
histórico de la Razón debería llegar al estadio utópico de la totalidad. Para
Hegel, el individuo sólo alcanzaría su realización en el estado, suprema
manifestación del Espíritu Absoluto.
Carl Marx pondrá de cabeza el idealismo hegeliano y arrancará de los
cielos abstractos la salvación de la humanidad, para plantarla en nuestra
tierra de desdichas y esclavitudes.
Transacción que no evita la imagen irónica que nos deja el intento inútil y
desesperado del hombre de evitar a toda costa el dolor que viene aparejado con
el mal social. Estas ideas traspasadas
al campo social implicarían la anulación del individuo a favor de estructuras
de poder totalitarias, ya sean comunistas o fascistas.
Pero si hablamos de ironías y acaso de una expresión hastiada y
descreída sobre las capacidades del hombre de llegar a un mundo paradisiaco,
debemos recordarnos de las ideas del pesimista Arthur Schopenhauer.
Influenciado por el pensamiento oriental, en especial por el budismo,
Schopenhauer veía al mundo como un valle de lágrimas, como un lugar de
penitencia y lamentaciones antes que como el camino hacia el progreso y la
plenitud del género humano. Suscribe la frase de Calderón de la Barca: “Porque
el peor pecado del hombre es haber nacido”, pues para Schopenhauer “vivir es
padecer”. Como se ve, esta perspectiva retorna en forma secularizada al dogma
cristiano del pecado original, de una maldad innata del hombre que proyecta sus
efectos sobre las mismas posibilidades del conocimiento y de la felicidad
social.
Una fuerte reacción a los afanes de eliminar el mal a través de los
esquemas de la razón lo constituyó el romanticismo (en auge en el siglo XIX). Este
movimiento espiritual sostenía la preeminencia del sentimiento sobre la razón,
de la nacionalidad sobre el cosmopolitismo uniformizante, y la interpretación
de la naturaleza como fuente de sabiduría y de experiencias estéticas antes que
como una burda ocasión para la ganancia.
Cuando la idea del genio romántico es trasladada al campo político,
surgen las deplorables formas del líder autoritario que cree estar destinado a
llevar a la patria al retorno a una mítica edad de oro, en donde en el origen
de los tiempos reinaba la suprema perfección de la existencia humana. Como
vemos, este tipo de posturas sigue considerando que el mal se encuentra
enraizado en la sociedad, y no en la misma naturaleza humana, sólo que a
diferencia de la ilustración y de la modernidad en general, la salida de esta
situación no se encuentra en el futuro, sino en el retorno al origen, de la mano del mesías-genio de la patria.
El problema del mal en el mundo desemboca finalmente en la “crisis de
los fundamentos”,
lo que nos puede llevar quizá a una nueva comprensión de las ideologías que
pretendían poseer las recetas incuestionables para alcanzar una tierra sin mal.
Esta crisis de los fundamentos fue anunciada ya por Nietzsche en el
siglo XIX con su proclamación de la muerte de Dios. ¿Pero qué pasa con el mal
cuando muerte Dios? ¿No era precisamente el mal un problema terrible por la
creencia misma en la existencia de Dios? Una de las obras más conocidas de
Nietzsche lleva por título “Más allá del bien y del mal”, en donde se lleva a
cabo una crítica radical a la metafísica y a la moral tradicionales. ¿Acaso es
ahora el superhombre el que debe determinar su bien y su mal? Tal vez más allá
del bien y del mal no se nos muestre sino la misma nada.
(Extracto de “En
torno a un mundo gris. Ensayo de filosofía social”)
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