miércoles, 4 de septiembre de 2013

EL MAL EN EL HOMBRE Y EN LA SOCIEDAD


El mal no constituye sólo un problema religioso o teológico, puesto que se relaciona con el intento de disminuir el sufrimiento y los infortunios tanto de los individuos aislados como de las sociedades todas. El problema ha tomado distintos matices a lo largo de la historia, manteniendo no obstante una línea teórica que conecta a cada estadio de su desarrollo.  

Los griegos

   Para los antiguos pensadores griegos en general, el mal tenía que ver con la ignorancia, es decir, si un hombre era malo, ello se debía a que desconocía el bien. El pensador más representativo de esta postura fue sin lugar a dudas Sócrates, quien impulsó con sus ideas un marcado “intelectualismo moral”. A su vez, con ciertas variantes, pero sin alejarse mucho de esa misma tendencia, Platón y Aristóteles continuaron la senda abierta por el ejemplar maestro.

   Frente a esta orientación, que como ya dijimos era generalizada entre griegos, también habían voces dispares en relación a los límites del conocimiento, en especial por parte de los sofistas que en ética proponían el convencionalismo y como postura gnoseológica postulaban el escepticismo y el relativismo. La fuente de esta limitación del conocimiento radicaba para los sofistas en la fuerte influencia de los componentes irracionales de la vida humana sobre aquello que conocemos. 

   La crisis del mundo antiguo en el periodo helenístico-romano implicó un quiebre radical en la fusión que existía entre el individuo y la ciudades-estado, pues estos último dejaron de ser los garante de la felicidad humana al ser avasallados por las campañas imperialistas, primero de Alejandro Magno y luego de los romanos. Esto convirtió a la sociedad en un grotesco escenario del mal, frente al cual lo único que restaba era el retiro a la vida interior. Las grandes doctrinas morales de este tiempo, las de los estoicos y epicúreos, son expresiones clima espiritual que entonces se experimentaba.

El cristianismo  

   Con el advenimiento del cristianismo al panorama intelectual de occidente, el problema del mal alcanzó un nuevo direccionamiento, ya no tenía que ver principalmente con una imperfección del conocimiento, sino con una falta que todo ser humano traía desde su mismo nacimiento, el “pecado original”. En esta perspectiva  no se  llega al  saber supremo sobre mundo y la humanidad  a través del esfuerzo en el cultivo de la razón, sino mediante un regalo otorgado por la divinidad. San Agustín hablaba de “iluminación”, graficando elocuentemente  la fuerte preponderancia que posee el sentido de la vista en el ser humano. La fe ciega viene así a constituirse en  una especie de contracara de la mera racionalidad, o en otras palabras, el voluntarismo, el querer porque si, frente a la razón que expone motivos.

   Para Agustín, y para el agustinismo en general, el pecado original viene aparejado con consecuencias funestas para el conocimiento, pues la condición corrompida de la naturaleza humana establece limitaciones infranqueables para la razón. Ante esta situación viene en auxilio la fe, que predispone al hombre a recibir la súbita revelación de Dios, que traerá la claridad y el apaciguamiento de la mente atormentada.

   El agustinismo, corriente espiritual que parte a su vez de Platón, se difundirá a lo largo de toda la edad media a través de importantes filósofos y teólogos,  para desembocar finalmente desde el siglo XIII en los pensadores franciscanos y a principios de la edad moderna en la corriente protestante.

   En el siglo XIV se registra una singular crisis de los alcances de la razón, para conocer no sólo al hombre y al mundo, sino al mismo Dios. Exponentes de esta situación de incertidumbre del conocimiento racional serán los pensadores franciscanos Dans Escoto y Guillermo de Ockam. Como reacción no se tendrán sólo la resignación y el escepticismo, sino motivaciones intensificadas para recorrer el camino de la mística, que ofrece la unión con la divinidad, trascendiendo las limitaciones del entendimiento. El maestro Eckardt es uno de los ejemplos más conocidos de este tipo de posturas.

El modernismo

A través de un proceso de fortalecimiento de una razón autónoma y secularizada,  que se aceleró desde el siglo XV, y que maduró con la ilustración del siglo XVIII, se da una conversión en clave racionalista de los grandes problemas y respuestas  de las líneas generales del pensamiento medieval.

   Uno de los principales ejemplos de este proceso de secularización fue el sentido que fue adquiriendo el problema del mal en el mundo. Así, frente a la idea de la providencia, como la guía de Dios de los sucesos del mundo hacia la salvación final, la ilustración propone la noción de progreso, como un despliegue en la sociedad de los principios de la razón (en especial a través de la ciencia) hacia la plena realización de las posibilidades humanas.

   Como ejemplos notables de enfoques sobre el problema del mal en la modernidad, tomemos a dos grandes pensadores sociales: Tomas Hobbes y Jean-Jaques Rousseau.

   Hobbes consideraba que el hombre era malo por naturaleza (siguiendo así en forma secularizada la postura defendida por el protestantismo) por lo cual para hacer posible la convivencia social era necesaria la existencia de un estado dictatorial, que Hobbes relacionó simbólicamente con el Leviathan bíblico, un verdadero monstruo artificial.

   En contrapartida, Rousseau sostenía que el hombre era innatamente bueno, y era la sociedad la que estaba corrompida por haberse alejado de los caminos de la naturaleza. Este pensador suizo fue uno de los primeros en plantear una crítica a los supuestos progresos del mundo moderno, que no se compadecían con los avances en el campo moral y social. Con estas posturas, Rousseau se constituyó en un peculiar precursor del pensamiento romántico que florecerá en occidente en la primera mitad del siglo XIX.  Esto se refleja de manera notable en sus ideas sobre la educación. Su conocida obra “El Emilio” relata el proceso formativo de un niño que ha sido aislado de la sociedad (tan criticada por Rousseau) para vivir en contacto cercano con la naturaleza, acompañado únicamente por su filosófico tutor.

   En líneas generales se piensa que el idealismo alemán constituye la vertiente teórica de la revolución francesa, opinión que podemos decir se cumple en forma más plena en Friedrich Hegel, para quien el despliegue histórico de la Razón debería llegar al estadio utópico de la totalidad. Para Hegel, el individuo sólo alcanzaría su realización en el estado, suprema manifestación del Espíritu Absoluto. 

   Carl Marx pondrá de cabeza el idealismo hegeliano y arrancará de los cielos abstractos la salvación de la humanidad, para plantarla en nuestra tierra de  desdichas y esclavitudes. Transacción que no evita la imagen irónica que nos deja el intento inútil y desesperado del hombre de evitar a toda costa el dolor que viene aparejado con el mal social.  Estas ideas traspasadas al campo social implicarían la anulación del individuo a favor de estructuras de poder totalitarias, ya sean comunistas o fascistas.

   Pero si hablamos de ironías y acaso de una expresión hastiada y descreída sobre las capacidades del hombre de llegar a un mundo paradisiaco, debemos recordarnos de las ideas del pesimista Arthur Schopenhauer. Influenciado por el pensamiento oriental, en especial por el budismo, Schopenhauer veía al mundo como un valle de lágrimas, como un lugar de penitencia y lamentaciones antes que como el camino hacia el progreso y la plenitud del género humano. Suscribe la frase de Calderón de la Barca: “Porque el peor pecado del hombre es haber nacido”, pues para Schopenhauer “vivir es padecer”. Como se ve, esta perspectiva retorna en forma secularizada al dogma cristiano del pecado original, de una maldad innata del hombre que proyecta sus efectos sobre las mismas posibilidades del conocimiento y de la felicidad social.

   Una fuerte reacción a los afanes de eliminar el mal a través de los esquemas de la razón lo constituyó el romanticismo (en auge en el siglo XIX). Este movimiento espiritual sostenía la preeminencia del sentimiento sobre la razón, de la nacionalidad sobre el cosmopolitismo uniformizante, y la interpretación de la naturaleza como fuente de sabiduría y de experiencias estéticas antes que como una burda ocasión para la ganancia.

   Cuando la idea del genio romántico es trasladada al campo político, surgen las deplorables formas del líder autoritario que cree estar destinado a llevar a la patria al retorno a una mítica edad de oro, en donde en el origen de los tiempos reinaba la suprema perfección de la existencia humana. Como vemos, este tipo de posturas sigue considerando que el mal se encuentra enraizado en la sociedad, y no en la misma naturaleza humana, sólo que a diferencia de la ilustración y de la modernidad en general, la salida de esta situación no se encuentra en el futuro, sino en el retorno al origen, de la mano del mesías-genio de la patria. 

   El problema del mal en el mundo desemboca finalmente en la “crisis de los fundamentos”, lo que nos puede llevar quizá a una nueva comprensión de las ideologías que pretendían poseer las recetas incuestionables para alcanzar una tierra sin mal.

   Esta crisis de los fundamentos fue anunciada ya por Nietzsche en el siglo XIX con su proclamación de la muerte de Dios. ¿Pero qué pasa con el mal cuando muerte Dios? ¿No era precisamente el mal un problema terrible por la creencia misma en la existencia de Dios? Una de las obras más conocidas de Nietzsche lleva por título “Más allá del bien y del mal”, en donde se lleva a cabo una crítica radical a la metafísica y a la moral tradicionales. ¿Acaso es ahora el superhombre el que debe determinar su bien y su mal? Tal vez más allá del bien y del mal no se nos muestre sino la misma nada.



(Extracto de “En torno a un mundo gris. Ensayo de filosofía social”)
 



 




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