El sistema democrático constituye el
régimen político que mejor se adapta a los requerimientos de un mundo complejo.
Se alimenta constantemente de la disensión y el consenso, propiciando así la
danza dialógica entre cambio y estructura, entre unidad y pluralidad, entre
vida y muerte. La tolerancia, la comprensión, el perdón, emergen como productos
de una ética social que a su vez parte desde una auto-ética, que asume
plenamente la crisis de los fundamentos de la razón. Así, la democracia se
asocia a religación con los demás, de una manera que traspasa la mera
contemplación estética, llegando a un estadio pragmático y realista.
La democracia no implica la eliminación de la esclavitud social, apenas
su reducción a niveles aceptables y edulcorados. El control de los ciudadanos
al aparato controlador es un juego tan inestable como delicado. Pero es necesario
recalcarlo, no tenemos al parecer nada mejor que el sistema democrático para
regir a las inmensas muchedumbres que hoy pululan en este desdichado planeta,
que se ha convertido a la vez que en nuestro hogar, en una especie de chiquero
cósmico.
De aquí entonces, que al abordar la relación existente entre complejidad
y democracia, nos encontramos de nuevo con el dilema entre la factibilidad de
las reformas para dar “un paso más” en el intento de disminuir la degradación ambiental y los conflictos bélicos internacionales,
por una parte, y por la otra, la necesidad de construir un espacio propio, que más
que para afirmar nuestras vanidad, nos permita trascender este espacio putrefacto y hostil, constructo artificial y esclavizante.
(Extracto de “En torno a un mundo gris. Ensayo de filosofía
social).
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