Ya en la antigüedad el escritor romano Tácito
con su obra “Germania”, o Jean Jaques Rousseau en el “Emilio” (dentro de la historia
moderna), o Natalicio González, con su libro “Proceso y formación de la cultura
paraguaya” (dentro la historia cultural del Paraguay), por tomar unos pocos
ejemplos, han elogiado las riquezas y los dones de la vida en contacto con la
naturaleza, de la vida en los espacios agrarios. Estos análisis revestidos con una
bella escritura, en cierto sentido han encontrado consistencia a través de la
comparación con modos de vida sofisticados, es decir urbanos, alejados de los
ritmos elementales y armónicos de la vida del campo[1].
Cuando aquí hablemos de la vida del campo,
nos referiremos principalmente a una vida
contemplativa desarrollada en el campo, y no a cualquier forma de
existencia en tal espacio geográfico, aunque si podamos encontrar algunas coincidencias
entre todas ellas.
Inmediatamente puede venirnos a la mente
la pregunta ¿Qué es una vida contemplativa? O ¿qué es la contemplación? Contemplar
es el olvido de la personalidad (el yo o el ego) cuando un objeto maravilloso
hace propicio el brote de la consciencia (el sujeto puro e involuntario del
conocimiento) en medio de la serenidad y la dicha[2]. Y
¿cuál podría ser ese “objeto maravilloso”? Podría ser la naturaleza, Dios, la
Historia, la Humanidad, cualquier arquetipo o Idea que pueda ser intuido como un Todo.
Quien cumple a cabalidad la vida
contemplativa del campo es el sabio del bosque (arandu ka’aty[3]),
quien, como es de esperar, posee como objeto de su contemplación a la
naturaleza, sin olvidar que en su presencia la misma historia (las acciones
humanas) adquiere un sentido mítico, y por ello también se hacen contemplativas[4]. Así,
elogiar al campo es también elogiar a estos hombres sencillos, de sensibilidad aguda
y de generosa apertura para indicarnos las fuentes de la vida.
Alguno
podría decir que con el arandu ka’aty estamos buscando repetir el
prototipo de las individualidades excepcionales, como el genio, el santo, el
sabio, mistificando su figura, lo que en alguna medida se podría dar, pero lo
que en verdad nos interesa es intuir a través del modo de vida de estas
personas de carne y hueso, una sabiduría perenne que todavía palpita en
los rincones más retirados de la geografía del Paraguay.
El temple del arandu ka’aty va más allá de lo moral, repetimos, es una actitud
contemplativa, es decir, una actitud hacia la inacción, mientras que la moral se
expresa en la acción. Si nos fijamos en la Historia del Paraguay, valiéndonos
del esquema de un flujo orgánico, tal como lo hemos hecho en uno de nuestros
ensayos (La Idea del Paraguay[5]),
podríamos decir que en el arandu ka’aty la voluntad (entendida como
principio metafísico) vuelve a su fuente, luego del recorrido de su
manifestación a través de la sociedad y la cultura paraguaya[6].
El arandu
vive a plenitud los “arquetipos”[7] de
la cultura seminal paraguaya[8],
manteniéndolos vigentes a pesar de la avalancha del mundo globalizado, que
amenaza con sumir a todo en el flujo putrefacto de la banalidad[9]. Podríamos
preguntarnos entonces ¿en qué consiste el modo de vida del sabio del campo (arandu ka’aty)? Un modo de vida que se
resume en los arquetipos de la cultura seminal paraguaya.
Podemos identificar dos grandes grupos de
arquetipos (o Ideas o proto-formas) que caracterizan a la cultura seminal
paraguaya, los arquetipos del pensamiento y los arquetipos de la acción. Los
arquetipos del pensamiento se expresan en la visión del mundo y del hombre del arandu; mientras que los arquetipos de
la acción se expresan en las actitudes frente a las situaciones de la
cotidianeidad. Podríamos también hablar de valores intelectuales y valores
pragmáticos con sus correspondientes pautas de pensamiento y de acción.
Entonces, podemos también preguntarnos:
¿Qué peculiaridades tienen estos dos tipos de arquetipos?
En las dos primeras partes de nuestro
ensayo estudiamos estos arquetipos, mientras que en la tercera veremos cómo éstos
se proyectan en medio de las costumbres.
Pero debemos reconocer a su vez que la
experiencia contemplativa del arandu se puede reproducir en el hombre de
la ciudad, en aquel que deja su mundo de tensiones y frustraciones, o de
preocupaciones por el dinero o la figuración social. No hace falta viajar a
Oriente para retornar a la fuente de una sabiduría perenne, basta con penetrar
por los caminos de arena del interior del país, llegar a los pies de un
ranchito humilde, y sentir la presencia silenciosa y sosegada del arandu.
Muchas veces, al describir las
peculiaridades de la vida en el campo, estableceremos contrastes sugerentes con
la vida en la ciudad, puesto que ambas formas de vivir constituyen una dualidad
que no solamente implica una oposición irremediable, sino también acaso, la
posibilidad de establecer al final una suerte de complementariedad entre ambos
espacios.
La identidad del paraguayo se enraíza en el
campo y adquiere modificación en las ciudades, dándose esta transformación a lo
largo de distintas edades que la cultura y la sociedad del Paraguay va
recorriendo en su historia.
Y el presente ensayo puede ser
simplemente como una invitación a comenzar o retomar una búsqueda interior
desde lo más profundo de nuestra geografía paraguaya.
Podemos recordar que ya Helio Vera en su
obra “En busca del hueso perdido” se propuso partir de la “sabiduría selvícola”
(arandu ka’aty) para desplegar las ideas de su clásica obra sobre
“paraguayología”[10],
expresión literaria de aquello que Cristian Andino llamó “sátira
socio-anecdótica”[11]
de la identidad nacional.
Junto a la obra de Helio Vera, quizá el
libro de Saro Vera “El paraguayo, un hombre fuera de su mundo”, sea uno de los
más representativos de esta manera de pensar y escribir a la que se dio en
llamar paraguayología, que en su caso no es tanto sátira, sino un conjunto de
observaciones empíricas[12]
sobre el comportamiento típico del paraguayo. Por ello, nosotros preferimos
referirnos a esta matriz narrativa como “socio-empírica”.
Ambas obras nos servirán como principales
puntos de partida, a las que sumaremos también nuestras propias experiencias y
observaciones, cosechadas luego de años de visitar periódicamente distintas
zonas agrarias de Villarrica, en especial la Colonia 14 de mayo[13].
A partir de aquí es que nos animamos a
ubicar como subtítulo de la obra “Hacia una paraguayología filosófica”, porque
no nos contentaremos con describir pautas de comportamiento y valores de la
cultura agraria paraguaya, trataremos de interpretarlas, buscando en ellas principios
últimos y conocimientos integrados en una visión de mundo y del hombre.
También queremos insistir con la idea de
que aquí idealizaremos al sabio del campo y a la cultura agraria, algo
necesario porque también queremos presentar esta temática como una especie de
referencia para una ética de máximos de felicidad, buen vivir o vida tolerable.
Será entonces, siguiendo con la terminología de Helio Vera, un paraguayo de
“gua’u”, un constructo[14],
en donde separaremos los vicios y debilidades propias de lo humano. Aunque
también hay que decir que no es tarea sencilla separar al paraguayo de “guaú”
del “te’ete”, el auténtico del construido (e incluso, si consideramos al
pensamiento postmoderno podríamos reclamar la dignidad de lo que es de “gua’u”).
En fin, esto nos permitirá orientarnos con mayor comodidad hacia los arquetipos
de la cultura paraguaya.
Pero también el estudio de las
peculiaridades de la vida del sabio del
campo puede ayudarnos a considerar la identidad del paraguayo, y a
partir de ahí encontrar ideas que enriquezcan nuestras formas de comprender al
Paraguay en medio de un mundo sumamente complejo.
[1]
[2] Con el desvelamiento de la consciencia (el sujeto puro e
involuntario del conocimiento) en la contemplación del arandu ka’aty, se da un
acercamiento a la culminación del viaje de retorno desde la cultura a la fuente
de la que en un principio surgió toda la aventura de la vida. Nos referimos a
un acercamiento, porque la contemplación es inestable, y sólo cuando está
acompañada de la comprensión de la ilusión del mundo, puede llegar a anclarse
en la cotidianeidad, gracias a la aceptación de la mente.
[3] “Al sabio propiamente dicho se lo denominará con la palabra “arandu”,
atributo adquirido gracias a la integración con el universo, cuyo palpitar lo
siente y presiente. Para esta sabiduría no se requiere basto conocimiento sino
la actitud medio mística de sentirse parte integrante de la naturaleza”.
[4]
[5]
[6] Lo que nosotros hemos tratado de agregar a las enseñanzas del arandu
ka’aty (inspirándonos de todas maneras en ellos) han sido las prácticas de
profundización interior
[7] Los arquetipos
son objetos del conocimiento a los que se accede intuitivamente, no a través
del razonamiento, por eso al que sólo utiliza su intelecto le cuesta mucho
comprender esto, porque uno debe abrirse a ellos a través de la contemplación, en
medio de una completa inacción. Los arquetipos también son valores que sirven
de referencia al modo de ser del arandu
ka’aty, una cuestión que es desarrollada en los dos primero capítulos del
libro.
[8] En referencia a esto nos
dice Eliade: “Vivir de conformidad con los arquetipos equivalía a respetar la “ley”,
pues la ley no era sino una hierofanía primordial, la revelación in illo tempore de las normas de la
existencia, hecha por una divinidad o un ser mítico. Y si por la repetición de las acciones
paradigmáticas y por medio de las ceremonias periódicas, el hombre arcaico
conseguía, como hemos visto, anular el tiempo, no por eso dejaba de vivir en
concordancia con los ritmos cósmicos; incluso podríamos decir que se integraba
a dichos ritmos (recordemos sólo cuán “reales” son para él el día y la noche,
las estaciones, los ciclos lunares, los solsticios, etc)”. Mircea Eliade. El
mito del eterno retorno, 1952, p. 107-108.
[9] Al
respecto también dice Saro Vera: “Los acontecimientos vividos por el paraguayo
no son objetos del recuerdo sino parte integrante de su vida. Los lleva
grabados”.
[10] “Es en el mundo del
arandu ka’aty (sabiduría selvícola) donde se encuentran todas estas pistas, de
las cuales podremos extraer los elementos medulares de la cosmovisión del
paraguayo”. Helio Vera. En busca del hueso perdido, 2006, p. 63.
[11]
[12] Lo
que sería una especie ajustada de lo que se llama el método de la “observación
participante”, ya que quien observa, en este caso Saro Vera, también vive esa
identidad paraguaya, que es objeto de su estudio.
[13]
[14] Un “tipo
ideal” podríamos decir desde las reflexiones metodológicas de Max Weber.
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