viernes, 14 de julio de 2017

INTRODUCCIÓN A “ELOGIO A LA VIDA DEL CAMPO”


   Ya en la antigüedad el escritor romano Tácito con su “Germania” o Jean Jaques Rousseau en el “Emilio”, en la modernidad, o en el Paraguay, Natalicio González con “Proceso y formación de la cultura paraguaya” por tomar unos pocos ejemplos, han elogiado las riquezas y los dones de la vida en contacto con la naturaleza, de la vida en los espacios agrarios. Estos análisis revestidos con la belleza de la escritura se han consolidado a través del contraste con modos de vida sofisticados, alejados de los ritmos elementales y armónicos de la vida del campo.  En este ensayo seguiremos buscando esa misma pista de lo maravilloso que todavía se recrea en la visión  de mundo y en las acciones concretas de los hombres de tierra adentro, que ni los avances de la tecnología ni las avalanchas de la globalización han podido borrar.

   Cuando aquí hablemos de la vida del campo, nos referiremos principalmente a una vida contemplativa desarrollada en el campo, y no a cualquier forma de existencia en tal espacio geográfico, aunque si podamos encontrar algunas coincidencias entre todas ellas.

   Quien cumple a cabalidad la vida contemplativa del campo es el arandu ca’aty, quien encarna una suerte de moral paradigmática, es decir, una moral basada antes en el ejemplo que en la teoría. Así, en cierta manera, elogiar al campo es también elogiar a estos hombres excepcionales, de inteligencia perspicaz y de afectos generosos.

   El arandu vive a plenitud los “arquetipos” de la cultura seminal paraguaya[1], manteniéndolos vigentes a pesar de la avalancha del mundo globalizado, que amenaza con sumir a todo en el flujo putrefacto de la banalidad.

     Podemos identificar dos grandes grupos de arquetipos (o Ideas o proto-formas) que caracterizan a la cultura seminal paraguaya, los arquetipos del pensamiento y los arquetipos de la acción, que se asocian a las dos partes que conforman el cuerpo de nuestro ensayo.



   Pero debemos reconocer a su vez que esta experiencia contemplativa se puede producir en el hombre de la ciudad, que deja su mundo de tensiones y frustraciones, o de preocupaciones por el dinero o la figuración social, para darle un sentido renovado a la formación de su subjetividad.

   Muchas veces, al describir las peculiaridades de la vida en el campo, estableceremos contrastes sugerentes con la vida en la ciudad, puesto que ambas formas de vivir constituyen una dualidad que no solamente implica una oposición irremediable, sino también acaso, la posibilidad de establecer al final una suerte de complementariedad entre ambos espacios.

   La identidad del paraguayo se enraíza en el campo y adquiere modificación en las ciudades, dándose esta transformación a lo largo de distintas edades que la cultura del Paraguay va recorriendo en su historia.













[1] “Vivir de conformidad con los arquetipos equivalía a respetar la “ley”, pues la ley no era sino una hierofanía primordial, la revelación in illo tempore de las normas de la existencia, hecha por una divinidad o un ser mítico.  Y si  por la repetición de las acciones paradigmáticas y por medio de las ceremonias periódicas, el hombre arcaico conseguía, como hemos visto, anular el tiempo, no por eso dejaba de vivir en concordancia con los ritmos cósmicos; incluso podríamos decir que se integraba a dichos ritmos (recordemos sólo cuán “reales” son para él el día y la noche, las estaciones, los ciclos lunares, los solsticios, etc)” Mircea Eliade. El mito del eterno retorno. Emece, Bs. As., 1952, p. 107-108. 

Enlace al ensayo completo: 
https://drive.google.com/file/d/0B1fbaSG6HJjWRDJMWXJrdHNFeUU/view?usp=sharing

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