Ya en la antigüedad el escritor romano Tácito con su “Germania” o Jean
Jaques Rousseau en el “Emilio”, en la modernidad, o en el Paraguay, Natalicio
González con “Proceso y formación de la cultura paraguaya” por tomar unos pocos
ejemplos, han elogiado las riquezas y los dones de la vida en contacto con la
naturaleza, de la vida en los espacios agrarios. Estos análisis revestidos con
la belleza de la escritura se han consolidado a través del contraste con modos
de vida sofisticados, alejados de los ritmos elementales y armónicos de la vida
del campo. En este ensayo seguiremos
buscando esa misma pista de lo maravilloso que todavía se recrea en la visión de mundo y en las acciones concretas de los
hombres de tierra adentro, que ni los avances de la tecnología ni las
avalanchas de la globalización han podido borrar.
Cuando aquí hablemos de la vida del campo, nos referiremos
principalmente a una vida contemplativa
desarrollada en el campo, y no a cualquier forma de existencia en tal espacio
geográfico, aunque si podamos encontrar algunas coincidencias entre todas
ellas.
Quien cumple a cabalidad la vida contemplativa del campo es el arandu ca’aty, quien encarna una suerte
de moral paradigmática, es decir, una moral basada antes en el ejemplo que en
la teoría. Así, en cierta manera, elogiar al campo es también elogiar a estos
hombres excepcionales, de inteligencia perspicaz y de afectos generosos.
El arandu vive a plenitud los
“arquetipos” de la cultura seminal
paraguaya[1],
manteniéndolos vigentes a pesar de la avalancha del mundo globalizado, que
amenaza con sumir a todo en el flujo putrefacto de la banalidad.
Podemos identificar dos grandes grupos de arquetipos (o Ideas o
proto-formas) que caracterizan a la cultura seminal paraguaya, los arquetipos
del pensamiento y los arquetipos de la acción, que se asocian a las dos partes
que conforman el cuerpo de nuestro ensayo.
Pero debemos reconocer a su vez que esta experiencia contemplativa se puede
producir en el hombre de la ciudad, que deja su mundo de tensiones y
frustraciones, o de preocupaciones por el dinero o la figuración social, para
darle un sentido renovado a la formación de su subjetividad.
Muchas veces, al describir las peculiaridades de la vida en el campo, estableceremos
contrastes sugerentes con la vida en la ciudad, puesto que ambas formas de
vivir constituyen una dualidad que no solamente implica una oposición
irremediable, sino también acaso, la posibilidad de establecer al final una
suerte de complementariedad entre ambos espacios.
La identidad del paraguayo se enraíza en el campo y adquiere
modificación en las ciudades, dándose esta transformación a lo largo de
distintas edades que la cultura del Paraguay va recorriendo en su historia.
[1] “Vivir de
conformidad con los arquetipos equivalía a respetar la “ley”, pues la ley no
era sino una hierofanía primordial, la revelación in illo tempore de las normas de la existencia, hecha por una
divinidad o un ser mítico. Y si por la repetición de las acciones
paradigmáticas y por medio de las ceremonias periódicas, el hombre arcaico
conseguía, como hemos visto, anular el tiempo, no por eso dejaba de vivir en
concordancia con los ritmos cósmicos; incluso podríamos decir que se integraba
a dichos ritmos (recordemos sólo cuán “reales” son para él el día y la noche,
las estaciones, los ciclos lunares, los solsticios, etc)” Mircea Eliade. El
mito del eterno retorno. Emece, Bs. As., 1952, p. 107-108.
Enlace al ensayo completo:
https://drive.google.com/file/d/0B1fbaSG6HJjWRDJMWXJrdHNFeUU/view?usp=sharing
No hay comentarios:
Publicar un comentario