Podemos
decir que existen cuatro estados de ánimo que desembocan o dan acceso a la
angustia (que es el estado de ánimo fundamental, y llave que abre a la
experiencia estética): el aburrimiento, el júbilo, la desesperación, y el
estado de alerta.
Decía Arthur Schopenhauer que la
vida humana se desplegaba como un péndulo, entre la insatisfacción de
las necesidades fundamentales y el “aburrimiento”. Este llega a un punto
crítico cuando ya ningún goce puede compensar el aletargamiento del espíritu;
en esos momentos el mundo se muestra insignificante, vacio, casi muerto, como
si las cosas y las personas no tuvieran ningún sentido, y he ahí que emerge la
angustia.
Cuando se alcanza algo que en un principio
se presentaba como muy exigente, o como excesivamente peligroso o complicado, o
cuando surge inesperadamente un valioso regalo, puede despertarse el “júbilo”,
una alegría desbordada que ilumina a todos los entes, y su vez puede problematizarlos, es decir,
enlazarlos con el estado de angustia.
La “desesperación” adviene cuando se
experimenta un sufrimiento desmesurado, cuando el dolor llega a tanto que al
mismo ego le extraña que tantas cosas y situaciones estén ahí frente a él,
entonces se propicia el enlace con la angustia, que lleva hasta el extremo la
turbación.
A diferencia de las anteriores afecciones,
al “estado de alerta” se llega a través de un proceso desarrollado
conscientemente. Toda las articulaciones de ideas y prácticas que hemos denominado
“auto-ética”[1],
se dirigen a un fin supremo, el logro del estado de alerta. Básicamente, éste
consiste en la espera atenta y lucida de la presencia de la angustia.
La “angustia”, como ya apuntamos más arriba,
constituye el estado de ánimo fundamental, pues en ella se accede a lo
trascendente, a aquello que se muestra más allá del ente en cuanto ente, la
nada misma. A su vez, el estado de angustia revela la estetización del mundo,
su apertura maravillosa como sueño y como juego.
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