INTRODUCCIÓN
El hombre está lleno de atrofiantes cadenas,
no sólo las que le impone la sociedad en la que vive, sino también las
provenientes de la misma naturaleza, a través de interminables deseos que
despiertan la ilusión de la felicidad, y también las que uno mismo se ha
colocado, desde su poca auto-crítica y falta de fidelidad a los valores
elegidos (si es que acaso se han ya elegido). La supuesta libertad que emerge
de los instituciones democráticas, o aquella que se basa en la satisfacción de
las carencias más fundamentales, no son sino cortinas sutiles que esconden el
estado de esclavitud (o para ser más benévolos, semi esclavitud) que comprime al hombre desde su mismo
nacimiento.
La vida es dolor, y lo que redime al dolor no es más que el placer. Pero el placer posee varios
tipos o formas, desde los más fundamentales, relacionados con nuestras
necesidades más inmediatas, hasta los placeres más refinados y nobles, los
espirituales[1].
No podemos decir que los placeres corporales
sean peores ni mejores que los espirituales, pero sí que existe una marcada
diferencia en cuanto a las circunstancias con que están asociados. Los placeres
corporales en general son de corta duración y muchas veces vienen acompañados
con dolores de distinta magnitud; en cambio los placeres espirituales pueden
alcanzar largas duraciones y casi nunca van de la mano con malestares, al
contrario, contribuyen en hacer de la vida un pasaje más tolerable. En
contrapartida, es cierto, la sensibilidad a los dolores de todo tipo aumenta,
frente a lo cual no queda sino insistir en las normas recomendadas en una
auto-ética[2].
El hombre vive en medio de distintas situaciones, a las que básicamente podemos
agruparlas en dos: las situaciones cotidianas[3]
y las situaciones límites[4].
Podemos decir que en la experiencia estética
se da una liberación de los dramas de las situaciones cotidianas, lo que
generalmente podemos asociar con un tipo peculiar de experiencia estética, la
moderada; en cambio, cuando partimos de las situaciones límites, generalmente
tenemos una experiencia estética radical[5].
La experiencia estética, forma de placer
intelectual, atempera las inquietudes de la cotidianeidad
y nos hace ver al mundo como un gran espectáculo.
Básicamente, la experiencia estética emerge
ya sea a partir de la contemplación de paisajes naturales o a partir del encuentro
con las distintas formas de arte; pero en un contexto más actual, podemos hablar
ya de la estetización general de la
existencia[6],
que nos permite entender que la vida cotidiana también puede adquirir el halo
maravilloso de lo estético. Pero cuando ello sucede, notablemente, lo cotidiano
deja sus caracteres más propios (búsqueda de dinero y de figuración social) y
deja su lugar a aquello que en última instancia permanece inefable...
Enlace al libro completo:
[2]
Véase, R.L.H. La auto-ética, ed. cit.
[3]
Véase R.L.H, La auto-ética, ed. cit, p. 12.
[4]
Véase R.L.H, La auto-ética, ed. cit., p. 13-16.
[5]
Véase Cap. 3 del presente ensayo.
[6]
Véase Cap. 6 del presente ensayo.
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