Ya en la antigua Grecia, en particular desde Sócrates y los sofistas, se
plantearon cuestiones que hasta hoy siguen inquietando a aquellos que se
atreven a reflexionar sobre sus vidas: la felicidad, el buen vivir, la prudencia,
las normas de conducta, etc. De hecho, la ética (o la moral), tema propio del
presente ensayo, era entendida por los antiguos griegos como la constante
búsqueda de la felicidad o del buen vivir.
Por nuestra parte en este ensayo, no nos preocuparemos por buscar una
felicidad llena de exigencias y condiciones (como acaso lo planteó alguna vez
Aristóteles), nos bastará con sostener
que una vida tolerable es posible,
desde la base del cultivo del espíritu[1].
La modernidad ha venido de la mano con la degradación de la cultura
individual (en términos de Simmel) que se ha reflejado en un individualismo y
un egoísmo rastreros, que amenazan con profundizar aún más la crisis en la que
ya toda la humanidad se encuentra insertada. Esto, que catalogamos como desintegración espiritual del individuo,
está asociado íntimamente con otros grandes desafíos que nos depara tanto el
presente como el futuro: las guerras, la pobreza y la degradación ambiental.
Y estos desafíos no podrán ser abordados sino a través de las reformas,
que en el caso del desafío de la desintegración espiritual del individuo es la
que corresponde a la educación, una que debe apuntalar los valores gracias a
los cuales los individuos puedan alcanzar una mayor consistencia de su
personalidad y de sus planes de vida. Así el desarrollo de una auto-ética será
también un paso importante para existan ciudadanos que se comprometan con el
intento de abordar los desafíos de nuestra sociedad y nuestro planeta.
De todas maneras, queremos insistir en que una auto-ética siempre será
una apuesta privada, que por supuesto puede ser objeto de una invitación a
seguirla o por lo menos considerarla, pero no imponerla como senda
incuestionable para alcanzar el buen vivir. Es decir, estamos hablando de una
ética de máximos de bien y
felicidad, que siempre deberá estar
articulado con una ética de mínimos de justicia, que aseguren por lo menos una
existencia tolerable.
El hombre es un ser complejo (múltiple en su
unidad) y se despliega existencialmente en tres dimensiones: como ser en el
mundo, como ser consigo mismo y como ser con los demás. En cuantos seres con
nosotros mismos, tenemos dos facultades fundamentales, conocer y actuar. En tal
contexto, la auto-ética constituye un conjunto de conocimientos y prácticas,
centrado en la dimensión humana de ser con uno mismo, pero que se extiende
recursivamente hacia la sociedad y el medio ambiente.
Podemos
plantear que nuestra auto-ética posee un objetivo fundamental: la construcción[2]
de la subjetividad[3] desde la
experiencia de lo trascendente[4].
Y esto lo consideramos importante porque
uno de los principales desafíos de la humanidad, tanto en el presente como
también en el futuro es contrapesar la desintegración espiritual del individuo[5].
La palabra trascendente proviene del prefijo
“trans”, que significa “a través”, o “de un lado hacia otro”, y el término
latino “scandere”, trepar, escalar, más el sufijo “nte”, que alude a una
acción. Entonces etimológicamente lo trascendente es “el paso de un lado hacia
otro”. Uno de estos lados no es más que la cotidianeidad, con todas sus
miserias e insatisfacciones, mientras que el otro lado se relaciona con la
experiencia estética, que modifica radicalmente al mundo, haciendo de la vida a
la vez un juego, sueño y experimento.
En cuanto seres en relación con nosotros mismos, estamos
inmersos en un mundo en el que se han desvanecido los fundamentos que el
pensamiento tradicional había establecido; un abismo anida en la trágica
travesía humana hacia ninguna parte.
Esta situación se refleja a su vez en la condición del sujeto, que ahora se
muestra “débil”, o “crepuscular”, como lo explicó Gianni Vattimo[6].
Y este contexto en el que se desarrolla el pensamiento actual constituye para
nosotros un renovado espacio para lo trascendente. Sin embargo, sigue siendo
necesario que el hombre por lo menos plantee una dirección consciente a su vida
(a la manera de una estrategia, no de un programa[7]),
de modo a no dejarse llevar por la corriente de la masificación social, o para
no caer en la ilusión de que se está viviendo una realidad fundada y absoluta,
y a su vez, para establecer las condiciones para que advenga lo trascendente.
Entonces, la apuesta que hacemos no implica una renuncia a la
racionalidad a la hora de buscar un camino que nos permita alcanzar una vida
tolerable, antes lo que proponemos es valernos de una racionalidad debilitada,
que no busque imponer principios absolutos e incuestionables, sino que constantemente
se abra al diálogo, a la tolerancia y a propiciar una convivencia pacífica.
Plantearemos el desarrollo del ensayo desde lo más teórico a lo más
práctico, y así comenzaremos con el auto-estudio, pasaremos por el auto-trabajo
y concluiremos con la auto-observación.
[1] Aquello que
Pierre Bourdieu llamó capital social cultural.
[2] O la
formación si se prefiere.
[3] O “el
carácter moral”, en términos de Aranguren; o también “la personalidad”.
[4] Ideas y
sentimientos enraizados fuera de lo cotidiano.
[5] R.L.H. Del
pasado al futuro. Ensayo sobre el devenir del hombre. Interiora terrae,
Asunción, 2017, p. 33-34.
[6] Gianni Vattimo. Las
aventuras de la diferencia. Península, Barcelona, 1990, p 55-57. También, del
mismo autor. El sujeto y la máscara. Península, Barcelona, 1989, p. 191-221.
[7] Cfr. Edgar Morin.
Introducción al pensamiento complejo. Gedisa, Barcelona, 2007, p. 113 y 116.
Enlace al libro completo:
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